domingo, 11 de noviembre de 2012

Siempre hacia casa




Santiago de Chile , 24-IV-1948
Cortesía del señor Elías Luna .
Si la odisea circular de Ulises representa la búsqueda del destino, la travesía moderna que se advierte desde Nietzsche supone una línea titubeante hacia la nada

La lectura, viaje a la vida.

"¿Adónde os dirigís?", se pregunta en Enrique de Ofterdingen, la gran novela de Novalis. "Siempre hacia casa", es la respuesta. El suyo es uno de los grandes libros en los que el viaje aparece cual odisea o metáfora del viaje a través de la vida. Toda odisea pone el punto interrogativo en la posibilidad de atravesar el mundo haciendo de ello una experiencia real y formando así la propia personalidad. La pregunta es si Ulises -especialmente el moderno- vuelve finalmente a casa y, a pesar de las más trágicas y absurdas peripecias, ha confirmado su identidad y encontrado o corroborado un sentido de la existencia o descubre tan sólo la posibilidad de formarse; o bien si pierde el significado de su vida y se pierde a sí mismo en el camino, disgregándose en vez de construirse el suyo.
El sujeto en la visión clásica, aún extraviado frente al vértigo de las cosas, acaba por encontrarse a sí mismo en la confrontación con ese vértigo; atravesando el mundo -viajando en el mundo- descubre su propia verdad, esa verdad que al principio es tan sólo potencial y latente en él y que traduce en realidad a través de la confrontación con el mundo. El héroe de Novalis viaja por lejanías espaciales y temporales pero para llegar a casa, para encontrarse a sí mismo a través del viaje. En El principio esperanza, Bloch dice que la Heimat , la patria, la casa natal que cada cual en su nostalgia cree ver en la infancia, se encuentra en cambio al final del viaje. Éste es circular; se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa, si bien a una casa muy diferente de la que se dejó, porque ha adquirido significado gracias a la partida, a la escisión originaria. Ulises vuelve a Ítaca, pero Ítaca no sería tal si él no la hubiera abandonado para ir a la guerra de Troya, si no hubiese quebrado los vínculos entrañables e inmediatos con ella para poderla reencontrar con mayor autenticidad.

El Bildungsroman, la novela de formación que se plantea un problema central de la modernidad, es decir, que se pregunta si, y cómo, puede desarrollar el individuo su propia persona insertándose en el engranaje cada vez más complejo y "prosaico" de la sociedad, casi siempre es también -desde el Wilhelm Meister de Goethe al Enrique de Ofterdingen de Novalis- una novela de peregrinación, de viaje. Pero pronto algo, en la relación del individuo con la totalidad que lo envuelve, se agrieta; en el automóvil de la sociedad moderna viajar se trueca además en un escapar, en un violento romper límites y vínculos. El viaje no sólo descubre la precariedad del mundo, sino también la del viajero, la labilidad del Yo individual que empieza -como intuye Nietzsche con despiadada claridad- a disgregar su identidad y su unidad, a convertirse en otro hombre, "más allá del hombre" según el significado más auténtico del término Übermensch, que no indica un superhombre, un individuo tradicional más dotado que los demás, sino un nuevo estadio antropológico, más allá de la individualidad clásica


El viaje pasa a ser entonces un camino sin retorno hacia el descubrimiento de que no hay, no puede ni debe haber un retorno. Al viaje circular, tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce, cuyo Ulises vuelve a casa, le releva el viaje rectilíneo, nietzscheano de los personajes de Musil, un viaje que procede siempre hacia delante, hacia un malvado infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada. Ítaca y más allá, como reza el título de un libro que he escrito; dos modalidades existenciales, trascendentales del viajar. En la segunda el sujeto, el Yo, el viajero, se lanza siempre hacia delante; en su proceder no se lleva a sí mismo, totalmente a sí mismo, sino que todas las veces aniquila su integral identidad anterior y se desprende de sí. Lâchez tout, salir de viaje, escribía Breton en 1922 exhortando al dépaysement.


No hay viaje sin que se crucen fronteras -políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Traspasar las fronteras; también amarlas -por cuanto definen una realidad, una individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto- pero sin idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano, y por ello dignas de ser amadas; mortales en el sentido de que, al igual que los viajeros, están sujetas a la muerte, y no ocasión y causa de muerte como lo han sido y lo son tantas veces.
Viajar no quiere decir solamente ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en el otro lado. En Verde agua Marisa Madieri, recorriendo la historia del éxodo de los italianos de Fiume después de la Segunda Guerra Mundial en el momento de la revancha eslava que les obliga a huir, descubre los orígenes en parte eslavos de su familia, en aquel entonces vejada por los eslavos por ser italiana; esto es, descubre pertenecer al mundo por el que se sentía amenazada, y que es, al menos parcialmente, también el suyo.
Cuando yo era niño e iba a pasear por el Carso, en Trieste, la frontera que veía tan cerca era infranqueable -al menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin y la normalización de las relaciones entre Italia y Yugoslavia- porque era el Telón de Acero que dividía el mundo en dos. Detrás de esa frontera estaban lo desconocido y lo conocido. Lo desconocido porque allí comenzaba el inaccesible, ignoto, misterioso imperio de Stalin, el mundo del Este, tan a menudo ignorado, temido y despreciado. Lo conocido porque aquellas tierras, anexionadas por Yugoslavia al final de la guerra, habían formado parte de Italia. Yo había ido allí varias veces, formaban parte de mi existencia. Una misma realidad era a la vez misteriosa y familiar. Cuando regresé por primera vez, fue simultáneamente un viaje a lo conocido y a lo desconocido. Cada viaje implica más o menos una experiencia similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros mismos y el placer del mundo. "¿Dónde está la frontera?", pregunta Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río, según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.


¿Llamada de lo conocido o de lo desconocido? La salida de don Quijote querría ser el descubrimiento, la verificación y la confirmación de lo que se sabe, de la verdad leída en los libros de caballerías, de las leyes inmutables del amor y la lealtad, de la belleza de Dulcinea y la fuerza de los gigantes. También los judíos orientales que salen del gueto o del shtetl, de su aldea mísera pero familiar y regulada por el Libro, se aventuran hacia Occidente, entran en la Historia , creyendo encontrar siempre un mundo regido por las tablas de la Ley y, aún más, interpretando cada cosa, incluso la más desconcertante y antitética respecto a su visión, según los parámetros de la ley.


"Pero a campo raso llueve y nieva. Nieva historia", como dice Yakov Bok, el mísero correveidile en busca de fortuna, en El hombre de Kiev de Malamud. Don Quijote de la Mancha y el judío-oriental se encuentran cara a cara con lo ignoto, con la violencia, la brutalidad y la vulgaridad de una realidad para ellos desconocida y que intentan no admitir; pero precisamente su amorosa fidelidad a un orden conocido les obliga a percibir con mayor agudeza el desorden del mundo en que se aventuran. El viajero es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque para conmensurarlo usa un metro que desvela su fragilidad, su provisionalidad, su ambigüedad y su miseria. Como bien sabía Kafka, sin el sentido profundo de la ley no puede descubrirse su vertiginosa ausencia en la vida. Al salir de la cueva de Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los encantamientos que ha visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no son sino despropósitos, el hidalgo le responde: "Todo pudiera ser".

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