domingo, 26 de julio de 2020

265 Cantigas de Santa María





La Virgen santa da siempre buen galardón a sus fieles cuando sufren adversidades sin causa.
 Sobre esto voy a contaros un milagro que encontré escrito en un viejo libro, obra de la Virgen Madre del supremo Rey, en quien hallaréis siempre piedad y devoción.
 Juan Damasceno era el nombre de aquel por quien hizo el milagro la que nos mantiene en la firme esperanza de recibir su gracia en el paraíso en que los santos moran. Era éste hombre de alto linaje, no de baja extracción, y siempre, desde su niñez, aprendió de todas las artes con gran aprovechamiento y utilidad. Y siempre su acertado saber le alejó del mal y amó a Santa María, la que puede y vale, más que a nada, y por serle fiel entró luego en religión.
 Y rezó siempre bien sus horas y, en la misa, cantó alabanzas a la Virgen. Pero más tarde fue apresado por los mahometanos y encarcelado en Persia, donde un hombre rico lo compró como esclavo. Y allí, aherrojado, por lo que sé, rogaba siempre devotamente a Dios y a Santa María que se dignasen ayudarle a librarse de tal desdicha.
Y ella le hizo ser amado por su dueño, de modo que entraba cuando quería en su casa y allí enseñó a leer a su hijo y también a escribir como él mismo hacía, de tal modo que nadie habría podido discernir quién de los dos escribía más ni mejor. Enterado de esto, el emperador mandó decir a aquel señor que se lo enviase como regalo, sin tardanza, y así lo hizo en seguida
. Y cuando le conoció el emperador, quedó muy satisfecho y le hizo ingresar en la Orden de San Benito y trasladarse a un monasterio que, según tengo entendido, estaba en Roma, adonde iba a visitarlo con frecuencia y, cuando lo hacía, escuchaba siempre sus consejos y prédicas. Juan siempre le advertía que había de respetar mucho a Dios y favorecer siempre a sus fieles, subvencionando generosamente a los peregrinos necesitados.
 Pero en Persia, en el hijo de quien le había comprado como siervo fue creciendo tal envidia que escribió varias cartas con aviesa intención como si fueran de Juan, pues nadie podría distinguir su letra de la del otro, tan parecidas eran como dos ratones, y encomendó a uno de sus hombres: Ve allí donde se encuentra el emperador y deja estas cartas aquí y allá, como mejor te parezca, pero nunca juntas. Cumplió sin falta la orden el esbirro, dejando las cartas donde pudiera encontrarlas el emperador, quien, al leerlas enfurecióse como un león, pues decían:
A vosotros, amigos nuestros que estáis en África, yo, Juan Damasceno, que vivo aquí, os envío saludos y la bendición de nuestro Dios padre que está en los cielos; sabed que, en verdad, hay pocas fuerzas en el Imperio y está mal abastecido, por lo que pronto podréis liberaros de su yugo, si queréis. El emperador, apenas leyó y examinó las cartas, dijo: El malvado Juan Damasceno hizo esta traición, pues suya es de fijo la letra, por San Dionisio, pero yo haré que quien quiso hacer tanto mal muy mala visión llegue a tener de sí.
 Pidió luego consejo sobre esto a los suyos y, oído éste, mandó castigar cruelmente a Juan Damasceno allí donde fuese hallado. Y a continuación ordenó a uno de sus hombres: Córtale la mano derecha, que es la que, en su locura, escribió esas cartas; luego, que se las arregle como pueda. Mutilado, Juan echóse en oración ante el altar de la Santa Emperatriz, tal como dice el libro, rogando así: Si te he servido, muestra tu milagroso poder en esta gran ocasión de mi mano perdida; no es por la herida, que ni me escuece ni me duele ni me importa, pero Tú, que eres Madre de Aquel a quien los griegos llamaban Santo, pídele que me devuelva la mano, pues no escribió esa traición ni jamás pensé en hacerla. Si algún loor o cantar mío en tu honor te ha complacido, correspóndeme así.
 Toda la noche, hasta que amaneció, se la pasó repitiendo esto, tendido en cruz ante el altar. Y la que siempre se porta bien trajo la mano y se la repuso en el muñón. En abril estuvo ya curado, y más tarde, ante el emperador y una multitud de cien mil fieles, cantó misa y encabezó una gran procesión.




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