En Canterbury había un monje que era un hombre santo.
Arrodillado frente al altar de la Virgen, rezaba sus oraciones varias veces al día. Pidió a la Virgen que le diera sabiduría para saber cómo servirla mejor. Esta fue su única súplica.
Se le apareció la Virgen y le dijo que su petición era del agrado de ella y de su hijo.
Aconsejó al monje que la amara, la honrara y la alabara.
El monje escuchó con entusiasmo e hizo todo lo que ella dijo.
La Virgen llevó su alma al cielo.
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