Las vocaciones son misteriosas: ¿por qué aquel dibuja incansablemente en su cuaderno escolar, el otro hace barquitos o aviones de papel, el de más allá construye canales y túneles en el jardín o ciudades de arena en la playa, el otro forma equipos de futbolistas y capitanea bandas de exploradores, o se encierra solo a resolver interminables rompecabezas? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo que sabemos es que esas inclinaciones y aficiones se convierten, con los, años, en oficios, profesiones y destinos. El misterio de la vocación poética no es menos sino más enigmático. Comienza con un amor inusitado por las palabras, por su color, su sonido, su brillo y el abanico de significaciones que muestran cuando, al decirlas, pensamos en ellas y en lo que decimos. Este amor no tarda en convertirse en fascinación por el reverso del lenguaje, el silencio. Cada palabra, al mismo tiempo, dice y calla algo. Saberlo es lo que distingue al poeta de los filólogos y los gramáticos, de los oradores y los que practican las artes sutiles de la conversación. A diferencia de esos maestros del lenguaje, al poeta lo conocemos tanto por sus palabras como por sus silencios. Desde el principio el poeta sabe, obscuramente, que el silencio es inseparable de la palabra, es su tumba y su matriz, la letra que lo entierra y la tierra donde germina. Los hombres somos hijos de la palabra, ella es nuestra creación; también es nuestra creadora, sin ella no seríamos hombres. A su vez la palabra es hija del silencio: nace de sus profundidades, aparece por un instante y regresa a sus abismos.
Mi experiencia personal y, me atrevo a pensarlo, la de todos los poetas, confirma el doble sentimiento que me ata, desde mi adolescencia, al idioma que hablo. Mis años de peregrinación y vagabundeo por las selvas de la palabra son inseparables de mis travesías por los arenales del silencio. Las semillas de las palabras caen en la tierra del silencio y la cubren con una vegetación a veces delirante y otras geométrica. Mi amor por la palabra comenzó cuando oí hablar a mi abuelo y cantar a mi madre, pero también cuando los oí callar y quise descifrar o, más exactamente, deletrear su silencio. Las dos experiencias forman el nudo de que está hecha la convivencia humana: el decir y el escuchar. Por esto, el amor a nuestra lengua, que es palabra y es silencio, se confunde con el amor a nuestra gente, a nuestros muertos, los silenciosos y a nuestros hijos que aprenden a hablar. Todas las sociedades humanas comienzan y terminan con el intercambio verbal, con el decir y el escuchar. La vida de cada hombre es un largo y doble aprendizaje: saber decir y saber oír. El uno implica al otro: para saber decir hay que aprender a escuchar. Empezamos escuchando a la gente que nos rodea y así comenzamos a hablar con ellos y con nosotros mismos. Pronto, el círculo se ensancha y abarca no sólo a los vivos, sino a los muertos. Este aprendizaje insensiblemente nos inserta en una historia: somos los descendientes no sólo de una familia sino de un grupo, una tribu y una nación. A su vez, el pasado nos proyecta en el futuro. Somos los padres y los abuelos de otras generaciones que, a través de nosotros, aprenderán el arte de la convivencia humana: saber decir y saber escuchar. El lenguaje nos da el sentimiento y la conciencia de pertenecer a una comunidad. El espacio se ensancha y el tiempo se alarga: estamos unidos por la lengua a una tierra y a un tiempo. Somos una historia.
La experiencia que acabo toscamente de evocar es universal, pertenece a todos los hombres y a todos los tiempos, pero en el caso de las comunidades de habla castellana aparecen otras características que conviene destacar. Para todos los hombres y mujeres de nuestra lengua, la experiencia de pertenecer a una comunidad lingüística está unida a otra: esa comunidad se extiende más allá de las fronteras nacionales. Trátese de un argentino o de un español; de un chileno o de un mexicano, todos sabemos, desde nuestra niñez, que nuestra lengua nacional es también la de otras naciones; y hay algo más y no menos decisivo: nuestra lengua nació en otro continente, en España, hace muchos siglos. El castellano no sólo trasciende las fronteras geográficas sino las históricas, se hablaba antes de que nosotros, los hispanoamericanos, tuviésemos existencia histórica definida. En cierto modo, la lengua nos fundó o al menos hizo posible nuestro nacimiento como nación. Sin ella, nuestros pueblos no existirían o serían algo muy distinto a lo que son. El español nació en una región de la península ibérica y su historia, desde la Edad Media hasta el siglo XVI, fue la de una nación europea. Todo cambió con la aparición de América en el horizonte de España. El español del siglo XX no sería lo que es sin la influencia creadora de los pueblos americanos con sus diversas historias, psicologías y culturas. El castellano fue trasplantado a tierras americanas hace ya cinco siglos, y se ha convertido en la lengua de millones de personas. Ha experimentado cambios inmensos y, sin embargo, sustancialmente sigue siendo el mismo. El español del siglo XX, el que se habla y se escribe en Hispanoamérica y en España es muchos españoles, cada uno distinto y único, con su genio propio; no obstante, es el mismo en Sevilla, Santiago, La Habana. No es muchos árboles, es un solo árbol pero inmenso, con un follaje rico y variado, bajo el que verdean y florecen muchas ramas y ramajes. Cada uno de nosotros, los que hablamos español, es una hoja de ese árbol. ¿Pero realmente hablamos nuestra lengua? Más exacto sería decir que ella habla a través de nosotros. Los que hoy hablamos castellano somos una palpitación en el fluir milenario de nuestra lengua.
Se dice con frecuencia que la misión del escritor es expresar la realidad de su mundo y su gente, es cierto, pero hay que añadir que, más que expresar, el escritor explora su realidad, la suya propia y la de su tiempo. Su exploración comienza y termina con el lenguaje. ¿Qué dice realmente la gente? El poeta y el novelista descifra el habla colectiva y descubre la verdad escondida de aquello que decimos y de aquello que callamos. El escritor dice, literalmente, lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir. De ahí que todas las grandes obras literarias sean cables de alta tensión, no eléctrica sino moral, estética y crítica. Su energía es destructora y creadora, pues sus poderes de reconciliación con la terrible realidad humana no son menos poderosos que su potencia subversiva. La gran literatura es generosa, cicatriza todas las heridas, cura todas las llagas y aun en los momentos de humor más negro dice: sí a la vida.
Explorar la realidad humana, revelarla y reconciliarnos con nuestro destino terrestre sólo es la mitad de la tarea del escritor: el poeta y el novelista son inventores, creadores de realidades. El poema, el cuento, la novela, la tragedia y la comedia son, en el sentido propio de la palabra, fábulas: historias maravillosas en las que lo real y lo irreal se enlazan y confunden. Los gigantes que derriban a Don Quijote son molinos de viento y, simultáneamente, tienen la realidad terrible de los gigantes. Son invenciones literarias que nublan y disipan las fronteras entre ficción y realidad. La ironía del escritor destila irrealidad en lo real, realidad en lo irreal. La literatura de nuestra lengua, desde su nacimiento hasta nuestros días, ha sido una incesante invención de fábulas, que son reales aún en su misma irrealidad. Menéndez Pidal decía que el realismo era el rasgo que distinguía a la épica medieval española de la del resto de Europa. Verdad parcial y de la que me atrevo a disentir: en el realismo español, aun el más brutal, hay siempre una veta de fantasía.
La lengua es más vasta que la literatura. Es su origen, su manantial y su condición misma de existencia; sin lengua no habría literatura. El castellano contiene a todas las obras que se han escrito en nuestro idioma, desde las canciones de gesta y los romances, a las novelas y poemas contemporáneos; también a las que mañana escribirán unos autores que aún no nacen. Muchas naciones hablan el idioma castellano y lo identifican como su lengua maternal; sin embargo, ninguno de esos pueblos tiene derechos de exclusividad, y menos aún de propiedad. La lengua es de todos y es de nadie, ¿Y las normas que la rigen? Sí, nuestra lengua, como todas, posee un conjunto de reglas, pero esas reglas son flexibles y están sujetas a los usos y a las costumbres: el idioma que hablan los argentinos no es menos legítimo que el de los españoles, los peruanos, los venezolanos o los cubanos. Aunque todas esas hablas tienen características propias, sus singularidades y sus modismos se resuelven al fin en unidad. El idioma vive en perpetuo cambio y movimiento; esos cambios aseguran su continuidad, y ese movimiento, su permanencia. Gracias a sus variaciones, el español sigue siendo una lengua universal, capaz de albergar muchas singularidades y el genio de muchos pueblos.
Tal vez sea oportuno señalar aquí, de paso, que precisamente la inmensa capacidad de cambio que posee el lenguaje humano le da un lugar único en los sistemas de comunicación del universo, desde los de las células a los de los átomos y los astros. Hasta donde sabemos, esos sistemas son circuitos cerrados; entre la transformación de los glóbulos rojos en blancos y viceversa, en la circulación de la sangre, y la de los planetas alrededor del sol, por ejemplo, no hay, en el sentido propio de la palabra, comunicación. Cada sistema, además, obedece a un programa fijo y sin variaciones. Trátese de la información genética o de las numerosas interacciones entre las partículas elementales o en los sistemas solares que contiene el universo, los mensajes y sus modos de transmisión son siempre los mismos. Cierto, todos los sistemas conocen mutaciones —su función, justamente, en la mayoría de los casos, consiste en causarlas o producirlas— pero esos cambios son parte del sistema o se integran a él rápidamente. Cualesquiera que sean su duración y sus mutaciones, los sistemas no tienen historia. Ocurre lo contrario con el lenguaje humano: su proceso es imprevisible y no está fijado de antemano; es una diaria invención, el resultado de una continua adaptación a las circunstancias y a los cambios de aquellos que, al usarlo, lo inventan: los hombres.
El lenguaje está abierto al universo y es uno de sus productos prodigiosos, pero igualmente por sí mismo es un universo. Si queremos pensar, vislumbrar siquiera el universo, tenemos que hacerlo a través del lenguaje, en nuestro caso, a través del español. La palabra es nuestra morada, en ella nacimos y en ella moriremos; ella nos reúne y nos da conciencia de lo que somos y de nuestra historia; acorta las distancias que nos separan y atenúa las diferencias que nos oponen. Nos junta pero no nos aísla, sus muros son transparentes y a través de esas paredes diáfanas vemos al mundo y conocemos a los hombres que hablan en otras lenguas. A veces logramos entendernos con ellos y así nos enriquecemos espiritualmente. Nos reconocemos, incluso, en lo que nos separa del resto de los hombres. Estas diferencias nos muestran la increíble diversidad de la especie humana y simultáneamente su unidad esencial. Descubrimos así una verdad simple y doble: primero, somos una comunidad de pueblos que habla la misma lengua y segundo, hablarla es una manera, entre otras, de ser hombre. La lengua es un signo, el signo mayor de nuestra condición humana.
Mi experiencia personal y, me atrevo a pensarlo, la de todos los poetas, confirma el doble sentimiento que me ata, desde mi adolescencia, al idioma que hablo. Mis años de peregrinación y vagabundeo por las selvas de la palabra son inseparables de mis travesías por los arenales del silencio. Las semillas de las palabras caen en la tierra del silencio y la cubren con una vegetación a veces delirante y otras geométrica. Mi amor por la palabra comenzó cuando oí hablar a mi abuelo y cantar a mi madre, pero también cuando los oí callar y quise descifrar o, más exactamente, deletrear su silencio. Las dos experiencias forman el nudo de que está hecha la convivencia humana: el decir y el escuchar. Por esto, el amor a nuestra lengua, que es palabra y es silencio, se confunde con el amor a nuestra gente, a nuestros muertos, los silenciosos y a nuestros hijos que aprenden a hablar. Todas las sociedades humanas comienzan y terminan con el intercambio verbal, con el decir y el escuchar. La vida de cada hombre es un largo y doble aprendizaje: saber decir y saber oír. El uno implica al otro: para saber decir hay que aprender a escuchar. Empezamos escuchando a la gente que nos rodea y así comenzamos a hablar con ellos y con nosotros mismos. Pronto, el círculo se ensancha y abarca no sólo a los vivos, sino a los muertos. Este aprendizaje insensiblemente nos inserta en una historia: somos los descendientes no sólo de una familia sino de un grupo, una tribu y una nación. A su vez, el pasado nos proyecta en el futuro. Somos los padres y los abuelos de otras generaciones que, a través de nosotros, aprenderán el arte de la convivencia humana: saber decir y saber escuchar. El lenguaje nos da el sentimiento y la conciencia de pertenecer a una comunidad. El espacio se ensancha y el tiempo se alarga: estamos unidos por la lengua a una tierra y a un tiempo. Somos una historia.
La experiencia que acabo toscamente de evocar es universal, pertenece a todos los hombres y a todos los tiempos, pero en el caso de las comunidades de habla castellana aparecen otras características que conviene destacar. Para todos los hombres y mujeres de nuestra lengua, la experiencia de pertenecer a una comunidad lingüística está unida a otra: esa comunidad se extiende más allá de las fronteras nacionales. Trátese de un argentino o de un español; de un chileno o de un mexicano, todos sabemos, desde nuestra niñez, que nuestra lengua nacional es también la de otras naciones; y hay algo más y no menos decisivo: nuestra lengua nació en otro continente, en España, hace muchos siglos. El castellano no sólo trasciende las fronteras geográficas sino las históricas, se hablaba antes de que nosotros, los hispanoamericanos, tuviésemos existencia histórica definida. En cierto modo, la lengua nos fundó o al menos hizo posible nuestro nacimiento como nación. Sin ella, nuestros pueblos no existirían o serían algo muy distinto a lo que son. El español nació en una región de la península ibérica y su historia, desde la Edad Media hasta el siglo XVI, fue la de una nación europea. Todo cambió con la aparición de América en el horizonte de España. El español del siglo XX no sería lo que es sin la influencia creadora de los pueblos americanos con sus diversas historias, psicologías y culturas. El castellano fue trasplantado a tierras americanas hace ya cinco siglos, y se ha convertido en la lengua de millones de personas. Ha experimentado cambios inmensos y, sin embargo, sustancialmente sigue siendo el mismo. El español del siglo XX, el que se habla y se escribe en Hispanoamérica y en España es muchos españoles, cada uno distinto y único, con su genio propio; no obstante, es el mismo en Sevilla, Santiago, La Habana. No es muchos árboles, es un solo árbol pero inmenso, con un follaje rico y variado, bajo el que verdean y florecen muchas ramas y ramajes. Cada uno de nosotros, los que hablamos español, es una hoja de ese árbol. ¿Pero realmente hablamos nuestra lengua? Más exacto sería decir que ella habla a través de nosotros. Los que hoy hablamos castellano somos una palpitación en el fluir milenario de nuestra lengua.
Se dice con frecuencia que la misión del escritor es expresar la realidad de su mundo y su gente, es cierto, pero hay que añadir que, más que expresar, el escritor explora su realidad, la suya propia y la de su tiempo. Su exploración comienza y termina con el lenguaje. ¿Qué dice realmente la gente? El poeta y el novelista descifra el habla colectiva y descubre la verdad escondida de aquello que decimos y de aquello que callamos. El escritor dice, literalmente, lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir. De ahí que todas las grandes obras literarias sean cables de alta tensión, no eléctrica sino moral, estética y crítica. Su energía es destructora y creadora, pues sus poderes de reconciliación con la terrible realidad humana no son menos poderosos que su potencia subversiva. La gran literatura es generosa, cicatriza todas las heridas, cura todas las llagas y aun en los momentos de humor más negro dice: sí a la vida.
Explorar la realidad humana, revelarla y reconciliarnos con nuestro destino terrestre sólo es la mitad de la tarea del escritor: el poeta y el novelista son inventores, creadores de realidades. El poema, el cuento, la novela, la tragedia y la comedia son, en el sentido propio de la palabra, fábulas: historias maravillosas en las que lo real y lo irreal se enlazan y confunden. Los gigantes que derriban a Don Quijote son molinos de viento y, simultáneamente, tienen la realidad terrible de los gigantes. Son invenciones literarias que nublan y disipan las fronteras entre ficción y realidad. La ironía del escritor destila irrealidad en lo real, realidad en lo irreal. La literatura de nuestra lengua, desde su nacimiento hasta nuestros días, ha sido una incesante invención de fábulas, que son reales aún en su misma irrealidad. Menéndez Pidal decía que el realismo era el rasgo que distinguía a la épica medieval española de la del resto de Europa. Verdad parcial y de la que me atrevo a disentir: en el realismo español, aun el más brutal, hay siempre una veta de fantasía.
La lengua es más vasta que la literatura. Es su origen, su manantial y su condición misma de existencia; sin lengua no habría literatura. El castellano contiene a todas las obras que se han escrito en nuestro idioma, desde las canciones de gesta y los romances, a las novelas y poemas contemporáneos; también a las que mañana escribirán unos autores que aún no nacen. Muchas naciones hablan el idioma castellano y lo identifican como su lengua maternal; sin embargo, ninguno de esos pueblos tiene derechos de exclusividad, y menos aún de propiedad. La lengua es de todos y es de nadie, ¿Y las normas que la rigen? Sí, nuestra lengua, como todas, posee un conjunto de reglas, pero esas reglas son flexibles y están sujetas a los usos y a las costumbres: el idioma que hablan los argentinos no es menos legítimo que el de los españoles, los peruanos, los venezolanos o los cubanos. Aunque todas esas hablas tienen características propias, sus singularidades y sus modismos se resuelven al fin en unidad. El idioma vive en perpetuo cambio y movimiento; esos cambios aseguran su continuidad, y ese movimiento, su permanencia. Gracias a sus variaciones, el español sigue siendo una lengua universal, capaz de albergar muchas singularidades y el genio de muchos pueblos.
Tal vez sea oportuno señalar aquí, de paso, que precisamente la inmensa capacidad de cambio que posee el lenguaje humano le da un lugar único en los sistemas de comunicación del universo, desde los de las células a los de los átomos y los astros. Hasta donde sabemos, esos sistemas son circuitos cerrados; entre la transformación de los glóbulos rojos en blancos y viceversa, en la circulación de la sangre, y la de los planetas alrededor del sol, por ejemplo, no hay, en el sentido propio de la palabra, comunicación. Cada sistema, además, obedece a un programa fijo y sin variaciones. Trátese de la información genética o de las numerosas interacciones entre las partículas elementales o en los sistemas solares que contiene el universo, los mensajes y sus modos de transmisión son siempre los mismos. Cierto, todos los sistemas conocen mutaciones —su función, justamente, en la mayoría de los casos, consiste en causarlas o producirlas— pero esos cambios son parte del sistema o se integran a él rápidamente. Cualesquiera que sean su duración y sus mutaciones, los sistemas no tienen historia. Ocurre lo contrario con el lenguaje humano: su proceso es imprevisible y no está fijado de antemano; es una diaria invención, el resultado de una continua adaptación a las circunstancias y a los cambios de aquellos que, al usarlo, lo inventan: los hombres.
El lenguaje está abierto al universo y es uno de sus productos prodigiosos, pero igualmente por sí mismo es un universo. Si queremos pensar, vislumbrar siquiera el universo, tenemos que hacerlo a través del lenguaje, en nuestro caso, a través del español. La palabra es nuestra morada, en ella nacimos y en ella moriremos; ella nos reúne y nos da conciencia de lo que somos y de nuestra historia; acorta las distancias que nos separan y atenúa las diferencias que nos oponen. Nos junta pero no nos aísla, sus muros son transparentes y a través de esas paredes diáfanas vemos al mundo y conocemos a los hombres que hablan en otras lenguas. A veces logramos entendernos con ellos y así nos enriquecemos espiritualmente. Nos reconocemos, incluso, en lo que nos separa del resto de los hombres. Estas diferencias nos muestran la increíble diversidad de la especie humana y simultáneamente su unidad esencial. Descubrimos así una verdad simple y doble: primero, somos una comunidad de pueblos que habla la misma lengua y segundo, hablarla es una manera, entre otras, de ser hombre. La lengua es un signo, el signo mayor de nuestra condición humana.
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