sábado, 13 de octubre de 2012

Viaje al Japón


 
Visión del Japón en diez horas, con una relación completa de los usos y costumbres de su pueblo, la historia de su Constitución, sus productos, su arte y su civilización, omitiéndose un almuerzo en una casa de té con 0-Toyo.
Rudyard Kipling, viajero incansable, abandona su India para recorrer el sudeste asiático, camino que le llevará hasta Japón, país que visitó entre abril y mayo de 1889, un país que se debatía entre la occidentalización y sus propias tradiciones, combate del que da cuenta, con una ironía genial el propio Kipling, que pensaba que Japón debía ser preservado, aislado y desarmado, para dedicarse tan sólo a producir belleza...
«No puedes desplegar al aire tu bandera
ni mojar tus remos en el lago,
pero se está labrando una proa de belleza y
el agua olvida el timón entre sus rizos.»



Esta mañana, después de las tribulaciones de una noche de balanceos, el ojo de buey de mi camarote me mostró dos grandes rocas manchadas y rayadas de verde y coronadas por dos raquíticos pinos de color azul negruzco. Al pie de las rocas un bote, que por su color y su delicadeza podía haber sido madera de sándalo labrada, sacudía al viento de la mañana una vela rizada blanco marfil. Un muchacho azul añil, con cara de marfil viejo, tiraba de un cable. La roca y el árbol y el bote formaban un panel de pantalla japonesa, y vi que el país no era una mentira. Esa «buena tierra parda» nuestra tiene muchos placeres que ofrecer a sus hijos, pero entre sus dones hay pocos comparables a la alegría de entrar en contacto con un nuevo país, una raza completamente extraña y costumbres contrarias. Tanto da que se hayan escrito bibliotecas enteras; cada nuevo espectador es, para sí mismo, un nuevo Cortés. Y yo estaba en el Japón, el Japón de los gabinetes y la ebanistería, de la gente grácil y los finos modales. El Japón, del que proceden el alcanfor, la laca y las espadas de piel de tiburón; entre -¿cómo lo decían los libros?-, entre una nación de artistas. Ciertamente, sólo permaneceríamos doce horas en Nagasaki antes de partir hacia Kobe; pero en doce horas se puede recoger una muy aceptable colección de experiencias nuevas.
Un hombre execrable vino a mi encuentro en cubierta, con un folleto azul pálido de cincuenta páginas.
- ¿Ha visto usted -me preguntó- la Constitución del Japón? El Emperador la hizo en persona el otro día. [1] Está toda en trazos europeos.
Tomé el folleto y me encontré con una Constitución completa en blanco sobre negro, marcada con el Crisantemo Imperial; un primoroso pequeño proyecto de representación, reformas, pagas de diputados, cálculos presupuestarios y legislación. Es una cosa terrible si se estudia de cerca: es desoladoramente inglesa.
Sobre las colinas, alrededor de Nagasaki, había un verde tornasolado de amarillo, diferente, según estaba inclinada a creer mi mente favorablemente predispuesta, del verde de los demás países. Era el verde de una pantalla japonesa, y los pinos eran pinos de pantalla. La ciudad misma apenas se mostraba por encima del puerto pululante. Yace entre las colinas, y su rostro comercial (un muelle mugriento) estaba enfangado y desierto. Los negocios, me regocijó saberlo, andaban de capa caída en Nagasaki. Los japoneses no deberían tener nada que ver con los negocios. Cerca de uno de los tranquilos embarcaderos descansaba un barco de la Gente Mala: un vapor ruso procedente de VIadivostok. Sus cubiertas estaban atestadas de toda clase de desechos; su aparejo estaba tan desaliñado y sucio como el pelo de una criada de casa de huéspedes, y sus costados eran asquerosos.
- He aquí -dijo un compatriota mío- un excelente espécimen ruso. Debería usted ver sus buques de guerra; son igual de asquerosos. Algunos vienen a hacer limpieza en Nagasaki.
Esta información era más bien pobre y tal vez inexacta, pero hizo subir al máximo mi buen humor cuando bajé al muelle y un joven caballero, con un crisantemo plateado en su gorra de policía y con el cuerpo mal embutido en un uniforme alemán, me dijo, en un inglés impecable, que no comprendía mi idioma. Era un funcionario de aduanas japonés. De haber sido más larga nuestra escala hubiese llorado por él porque era un híbrido -en parte francés, en parte alemán, en parte americano-, un tributo a la civilización. Según parece, todos los funcionarios japoneses, de policía para arriba, llevan ropas europeas, y esas ropas jamás se les ajustan bien. Pienso que el Mikado las hizo al mismo tiempo que la Constitución. Con el tiempo acabarán por sentarles bien.
Cuando un cochecito de tracción humana, tirado por un joven bien parecido de mejillas de manzana y con cara de vasco, me introdujo en el decorado del Mikado, acto primero [2], no me detuve ni grité de deleite, pues la dignidad de la India gobernaba aún mi compostura. Me recliné en los cojines de terciopelo y dirigí una sonrisa sensual a Pittising [3], con su ancho cinto, y tres horquillas gigantescas en su cabello negro azulado, y zuecos con tacones de tres pulgadas. Se rió, como lo había hecho una joven birmana en la vieja pagoda de Moulmein. Y su risa, la risa de una dama, fue mi bienvenida al Japón. ¿Puede la gente contenerse de reír? Creo que no. Tienen a tantos millares de niños en las calles, saben ustedes, que los mayores tienen que ser jóvenes por fuerza, para no afligir a los niños. Nagasaki está habitada íntegramente por niños. Los mayores tan sólo existen por tolerancia. Un niño de metro veinte se pasea con un niño de noventa centímetros, el cual lleva de la mano a un niño de treinta centímetros que, a su vez..., pero ustedes jamás me creerían si les dijera que la escala desciende hasta muñequitas japonesas de quince centímetros como las que vendían en Burlington Arcade. Estas muñecas se mueven y ríen. Van envueltas en un camisón de noche de color azul sujeto por una faja que, a su vez, sujeta el camisón de la persona que las lleva. De modo que, si se desatara la faja, la niña y su hermano, poco mayor que ella, quedarían simultáneamente desnudos. Vi a una madre hacer eso, y fue exactamente lo mismo que ver pelar huevos duros.
Si ustedes buscan extravagancias de colores, escaparates llameantes y linternas deslumbradoras, no encontrarán ninguna de estas cosas en las angostas calles empedradas de Nagasaki. Pero si lo que desean son detalles de construcción de casas, vistas de limpieza perfecta, un gusto exquisito y la perfecta subordinación del objeto elaborado a las necesidades de su constructor, encontrarán todo lo que buscan y aún más. Todos los tejados, tanto los de tablas como los de tejas, tienen el color mate del plomo, y todas las fachadas son del color que Dios dio a la madera. No hay humos ni brumas y, a la clara luz de un cielo nuboso, podía ver las más angostas callejas como el interior de un gabinete.
Hace tiempo que los libros les han contado cómo está construida una casa japonesa, sobre todo con pantallas deslizantes y mamparas de papel, y todo el mundo conoce la historia del ladrón de Tokyo que robaba con unas tijeras a modo de ganzúa y barrena y que robó los pantalones del cónsul. Pero todo lo que se ha impreso no podrá hacerles comprender el acabado exquisito de una vivienda en la que se podría entrar de un puntapié y que podría reducirse a astillas a puñetazos. Contemplemos la tienda de un bunnia [4]. Vende arroz, chile, pescado seco y cucharas de madera hechas de bambú. La parte frontal de su tienda es muy sólida. Está hecha de tablillas de media pulgada clavadas de costado. Ninguna de ellas está rota, y cada una de ellas es perfectamente cuadrada. Avergonzado de esa ruda fortificación, llena la mitad de la fachada con papel aceitado tendido en marcos de un cuarto de pulgada. Ni uno solo de los cuadrados de papel aceitado tiene ningún agujero, y ninguno de los cuadros, que en países más incivilizados llevarían vidrio si fuesen lo bastante fuertes, se sale de la alineación. Y el bunnia, vestido con un camisón y calzado con gruesos calcetines, está sentado al fondo, no entre sus mercancías, en una estera de suave paja de arroz de color oro pálido con una tira negra en los bordes. Esta estera tiene dos pulgadas de grosor, tres pies de ancho y seis de largo. Uno podría, en el caso de ser tan cerdo como para hacerlo, comer la cena sobre cualquier porción de esa estera. El bunnia descansa, rodeando con su brazo azul enguatado un gran brasero de bronce batido en el que se delinea vagamente, en líneas incisas, un terribilísimo dragón. El brasero está lleno de ceniza de carbón, pero no hay ceniza en la estera. Al alcance de la mano del bunnia hay una bolsa de cuero verde atada con un cordoncillo de seda rojo, que contiene tabaco cortado tan fino como las fibras de algodón. El bunnia llena una larga pipa lacada, roja y negra, la enciende con el carbón del brasero, toma dos bocanadas, y la pipa se vacía. La estera sigue inmaculada. Detrás del bunnia hay un biombo de cuentas y bambú que vela una habitación de suelo oro pálido, techada con paneles de cedro granoso. En la habitación no hay nada más que una manta rojo sangre extendida tan lisa como una hoja de papel. Más allá de la habitación hay un pasillo de madera pulida, tan pulida que devuelve los reflejos de la pared de papel blanco. Al extremo del pasillo, claramente visible tan sólo para ese bunnia particular, hay un pino enano, de dos pies de alto, en una maceta barnizada de verde y, a su lado, una rama de azalea, rojo sangre como la manta, plantada en un tiesto agrietado de color gris pálido. El bunnia la ha puesto ahí para su propio placer, para deleite de sus ojos, porque le gusta. El hombre blanco no tiene nada que ver con sus gustos, y mantiene su casa inmaculadamente pura porque le gusta la limpieza y sabe que es artística. ¿Qué podemos decirle a ese bunnia?
Quizá su hermano vive al norte de la India detrás de una fachada de madera tosca ennegrecida por el tiempo, pero... no creo que cuide otras plantas que tulsis en una maceta, y eso tan sólo para complacer a los dioses y a las mujeres de su familia.
No comparemos a esos dos hombres; sigamos paseando por Nagasaki.
Exceptuando a los horribles policías que insisten en ser continentales, la gente, la gente común, no anda tras las impropias vestiduras de Occidente. Los jóvenes llevan sombreros redondos de fieltro, a veces chalecos y pantalones, y semiocasionalmente zapatos. Todo eso es despreciable. Dicen que en las ciudades más metropolitanas la ropa occidental es más bien la regla que la excepción. Si eso es cierto, estoy inclinado a creer que los pecados que cometieron sus antepasados cuando convirtieron en bistecs a los misioneros jesuitas han sido castigados en los japoneses en forma de un oscurecimiento parcial de sus instintos artísticos. Claro que el castigo parece excesivo en proporción a la falta.
Pasé luego a admirar el frescor de las mejillas de la gente, las sonrisas de tres hoyuelos de los bebés gordezuelos y el extraordinario carácter «ajeno» de todo lo que me rodeaba. Es extraño encontrarse en una tierra limpia, y todavía más extraño pasear entre casas de muñecas. El Japón es un país gratificador para un hombre bajito. Nadie lo abruma a fuerza de estatura, y mira desde arriba a todas las mujeres, como es justo y conveniente. Un comerciante de curiosidades se dobló por la mitad sobre la estera de su puerta, y entré, experimentando por primera vez la sensación de ser un bárbaro y no un auténtico Sahib. El lodo callejero formaba costra en mis zapatos, y él, el propietario inmaculado, me pidió que pasara sobre un suelo pulido y esteras blancas hasta un cuarto interior. Me trajo esterillas para los pies, lo cual aún empeoró las cosas, ya que una linda muchacha luchaba contra la risa, detrás de la mampara, mientras yo me esforzaba por calzármelas. Los tenderos japoneses no deberían ser tan limpios. Entré en un pasillo de tablas de unos dos pies de ancho, encontré una joya de jardín de árboles enanos que ocupaba la mitad de la superficie de una pista de tenis, me di un cabezazo contra un frágil dintel, y llegué a un recinto primoroso de cuatro paredes donde, involuntanamente, bajé la voz. ¿Recuerdan Cuckoo Clock, de Mrs. Molesworth [5], y el gran gabinete en el que entró Griselda con el cuco? Yo no era Griselda, pero mi amigo de voz grave, envuelto en sus largos ropajes suaves, sí era el cuco, y el cuarto era el gabinete. De nuevo intenté consolarme pensando que podía hacer añicos la casa entera a patada limpia; pero eso sólo hizo que me sintiera grandote, tosco y sucio; y es ése un modo de sentirse muy poco favorable para regatear. El hombre-cuco hizo traer té pálido, justo ese té del que se habla en los libros de viajes, y el té completó mi turbación. Lo que quería decir era: «Mire usted. Es usted demasiado limpio y refinado para esta vida en la tierra, y su casa no es adecuada para que viva en ella un hombre hasta haber aprendido un montón de cosas que nunca me han enseñado. En consecuencia, le odio porque me siento inferior a usted y porque me desprecia, y desprecia mis zapatos, porque sabe que soy un salvaje. Déjeme marchar o le pondré por sombrero su casa de madera de cedro.» Lo que realmente dije fue: «Oh, ah, sí. Realmente precioso, todo esto. Un modo realmente curioso de hacer negocios.»

  El hombre-cuco resultó ser un tremendo extorsionador; pero me sentí acalorado e incómodo hasta que volví a encontrarme fuera de allí y fui de nuevo un británico pisoteador de lodo. Ustedes no se han metido nunca, por inadvertencia, en un gabinete de trescientos dólares, de modo que no me comprenderán.
Llegamos al pie de una colina, como si dijéramos la colina en la que se encuentra la Shway Dagon [6], y por ella subía una imponente escalera de peldaños grises, oscurecidos por el tiempo, jalonada aquí y allí por torii monolíticos. Todo el mundo sabe qué es un torii. Los hay en el sur de la India. Un gran rey toma nota del sitio donde quiere construir un arco enorme pero, siendo un rey, lo hace en piedra, no en tinta: dibuja en el aire dos radios y un travesaño, de una altura de cuarenta o sesenta pies y una anchura de veinte o treinta. En el sur de la India el travesaño está encorvado en el centro. En el Lejano Oriente es flameante en sus extremos. Esta definición no se ajusta mucho a lo que dicen los libros, pero aquél que se ponga a consultar libros en un nuevo país está perdido. Por encima de los peldaños colgaban pesados pinos azul verdoso o verde negruzco, viejos, retorcidos y abollados. El follaje de la ladera era de un verde más pálido, pero los pinos daban la clave del color, con el que armonizaban las ropas azules de las pocas personas que había en la escalera. No había sol en la atmósfera, pero puedo jurar que el brillo del sol lo hubiera estropeado todo. Subimos durante cinco minutos, yo, el Profesor [7] y la cámara fotográfica, y luego, volviéndonos, vimos los tejados de Nagasaki extendidos a nuestros pies: un mar de plomo de color pardo mate con salpicaduras rosa crema, aquí y allí, que indicaban el florecer de los cerezos. Las colinas, alrededor de la ciudad, estaban moteadas por sitios de reposo de los muertos, con bosquecillos de pinos y bambúes plumosos.
- iQué país! -dijo el Profesor, preparando su cámara-. No sé si se habrá dado cuenta, pero allí donde vayamos siempre hay alguien que sabe cómo hay que llevar mis cosas. El cochero del ghari, en Moulmein, me puso a mano los filtros fotográficos; aquel hombre de Penang también sabía cómo iba la cosa; y el culi del rickshaw ya había visto cámaras fotográficas. Es curioso, ¿verdad?
- Profesor -dije-, eso se debe a la extraordinaria circunstancia de que no somos los únicos habitantes de la tierra. Empecé a comprenderlo en Hong-Kong. Ahora, la cosa, va haciéndose cada vez más clara. No me sorprendería si, a fin de cuentas, resultásemos ser personas corrientes.
Entramos en un patio donde un caballo de bronce de aire malévolo miraba fijamente a dos leones de piedra y donde una multitud de niños parloteaban entre sí. Acerca del caballo de bronce hay una leyenda que puede encontrarse en las guías de viaje. Pero la auténtica y verdadera historia del animal es que fue realizado, hace mucho tiempo, con marfil fósil de Siberia, por un Prometeo japonés, y que cobró vida y tuvo muchos potrillos cuyos descendientes se parecen muchísimo a su padre. El curso de los años ha eliminado casi por completo el marfil en la sangre, pero aflora todavía en las crines y las colas cremosas; y la gruesa barriga y las maravillosas manos del caballo de bronce siguen encontrándose, incluso hoy, entre los caballitos de tiro de Nagasaki, que transportan albardas adornadas con terciopelo y tela roja, que llevan zapatos de hierba en los pies, y a los que se hace parecer caballos de pantomima.
No pudimos ir más lejos de ese patio porque había un letrero que decía: «Prohibida la entrada», de modo que todo lo que vimos del templo fueron altos tejados de barda ennegrecida sucediéndose en olas y ondulaciones hasta perderse entre el follaje. Los japoneses pueden jugar con la barda como otros juegan con arcilla de modelar; pero es un misterio, a ojos del lego, el que sus ligeras columnas puedan soportar el peso del techo.
Bajamos la escalera para almorzar y, entretanto, fue formándose en mi corazón una decisión a medias. Birmania era un sitio realmente encantador, pero allí comían gnapi, y había olores, y, a fin de cuentas, las muchachas no eran tan lindas como otras...
- Han de quitarse los zapatos -dijo Y-Tokai.
Les aseguro que no hay dignidad en el hecho de sentarse en los peldaños de una casa de té y quitarse con esfuerzo unos zapatos fangosos. Y es imposible resultar fino cuando uno anda con calcetines sobre un suelo pulido como un espejo y una muchacha primorosa le pregunta a uno dónde quiere comer. Si pasan por esa situación, lleven por lo menos un par de bonitas zapatillas. Que sean de piel de sambhur bordada, o de seda si lo prefieren, pero no se queden ahí, como yo, con unas cosas pardas a rayas con un zurcido en el talón, intentando hablar con una geisha.
Nos condujeron (eran tres, todas ellas frescas y bonitas) a una habitación amueblada con una piel de oso de color marrón dorado. El tokonoma, saloncillo privado, contenía una pintura enrollable con murciélagos revoloteando a la luz del crepúsculo, una maceta de bambú florido, y flores amarillas. El techo era de madera artesonada, con la excepción de una franja, en el lado más cercano a la ventana, que estaba hecha de virutas de cedro trenzadas y separada del resto del techo por un bambú marrón vino tan pulido que se hubiera dicho lacado. Un toque con la mano proyectó hacia atrás todo un lado de la habitación, y entramos en una sala realmente grande con otro tokonoma enmarcado, de un lado, por ocho o diez pies de una madera desconocida y, por arriba, por una rama de árbol no descortezada, de grano parecido al de un «abogado de Penang» [8], colocada allí simplemente porque estaba curiosamente moteada. En ese segundo tokonoma había un jarrón gris perla, y nada más. Dos de los lados de la habitación eran de papel aceitado, y las junturas de las vigas estaban cubiertas por imágenes en bronce de cangrejos a mitad del tamaño natural. Excepto el umbral del tokonoma, que era de laca negra, cada pulgada de madera tenía su grano natural intachable. Fuera estaba el jardín, orlado por un seto de pinos enanos y adornado por un menudo estanque, por cantos rodados hincados en el suelo y por un cerezo en flor.
 Nos dejaron solos en ese paraíso de limpieza y belleza y, no siendo nada más que un desvergonzado inglés sin zapatos (un hombre blanco se degrada si va descalzo), deambulé siguiendo las paredes, probando todos los biombos. Tan sólo cuando me detuve a examinar el pestillo engastado de un biombo me di cuenta de que era una placa de marquetería que representaba dos grullas blancas comiendo peces. Tenía en total tres pulgadas cuadradas y, en el curso normal de las cosas, nadie iría a mirarla. Los biombos formaban un armario en el que parecían almacenarse todas las lámparas, candelabros, cojines y colchonetas de la casa. Una nación oriental capaz de llenar un armario limpiamente merece una reverencia. Subí por una escalera de madera granosa y laca a unas habitaciones del más curioso diseño, con ventanas circulares que no se abrían sobre nada y, por ello, estaban rellenadas de arabescos de bambú para deleite de los ojos. Los corredores con suelo de madera oscura brillaban como el hielo, y me sentí avergonzado.
- Profesor -dije-, no escupen; no comen como cerdos; son incapaces de pelearse, y un borracho se tambalearía recto a través de todas las partes de la casa hasta ir a rodar colina abajo hasta Nagasaki. Es imposible que tengan hijos.
Ahí callé. Abajo estaba lleno de niños.
Entraron las doncellas; traían té en porcelana azul y un pastel en un cuenco lacado rojo, un pastel como sólo los hay en una o dos casas en Simla. Nos tumbamos sin ninguna elegancia en alfombrillas rojas sobre las esteras, y nos dieron palillos para dividir el pastel. Fue una larga tarea.
- ¿Eso es todo? -gruñó el Profesor-. Tengo hambre, y sólo con pastel y té no se puede llegar hasta las cuatro de la tarde.
Tomó furtivamente, con la mano, un trozo de pastel.
Las doncellas volvieron (esta vez eran cinco) con bandejas de laca negra de un pie de lado y cuatro pulgadas de alto. Eran nuestras mesas. Traían un cuenco de laca roja lleno de pescado hervido en salmuera y de anémonas de mar. Por lo menos, no eran setas. Una servilleta de papel atada con hilo de oro envolvía nuestros palillos; y en un platillo plano traían un cangrejo ahumado, una lonja de algo que parecía un compromiso entre el aspecto de un budín de Yorkshire y el sabor de una tortilla azucarada, y un fragmento retorcido de una cosa translúcida que debía haber estado viva pero ahora estaba en escabeche. Se marcharon, pero no con las manos vacías, pues tú, ioh, O-Toyo!, te llevaste mi corazón, ese mismo corazón que había entregado a la muchacha birmana en la pagoda de Shway Dagon.
El Profesor abrió un poco los ojos, pero no dijo palabra. Los palillos exigían toda su atención, y el regreso de las doncellas acabó con el resto. O-Toyo, de cabello de ébano, de mejillas de rosa, hecha de delicada porcelana, se rió de mí porque devoré toda la salsa de mostaza que habían servido con mi pescado crudo y lloré copiosamente hasta que ella misma me dio saki de una imponente botella de unas cuatro pulgadas de altura. Tomen ustedes un poco de vino del Rin muy ligero, caliéntenlo con especias y olvídense de la mezcla hasta que esté medio fría y habrán obtenido saki. A mí me lo dieron en un recipiente tan pequeño que me atreví a hacérmelo llenar ocho o diez veces sin que por ello, al final, amase menos a O-Toyo.
Después del pescado crudo y la salsa de mostaza vino otra especie de pescado cocinado con rábanos en adobo, muy resbaladizo entre los palillos. Las doncellas se arrodillaron formando un semicírculo y gritaron de gozo ante la torpeza del Profesor, pues realmente no fui yo quien casi derribó la mesa en un inútil intento de reclinarse graciosamente. Después de los vástagos de bambú llegó una vasija de judías blancas en salsa dulce; una cosa realmente sabrosa. Intenten ustedes llevarse judías a la boca valiéndose de un par de agujas de hacer media, y ya verán qué pasa. Un poco de pollo astutamente hervido con nabos y todo un cuenco repleto de pescado sin espinas blanco como la nieve y un montón de arroz concluyeron la comida. He olvidado uno o dos servicios, pero cuando O-Toyo me tendió la frágil pipa japonesa lacada llena de un tabaco que se parecía al heno, conté nueve platos en el anaquel de laca, y cada plato representaba un servicio. Entonces O-Toyo y yo fumamos echando bocanadas alternativas.
Respetabilísimos amigos míos de todos los clubs y todas las reuniones sociales, ¿alguna vez, después de una buena comida, se han recostado en cojines y han fumado, con una linda muchacha llenando la pipa y otras cuatro admirándoles en una lengua desconocida? No saben qué es vivir. Miré a mi alrededor la habitación intachable, los pinos enanos y las cremosas flores de cerezo en el exterior, a O-Toyo burbujeando de risa porque yo echaba humo por la nariz, y el anillo formado por doncellas del Mikado con la piel de oso marrón oro como telón de fondo. Allí había color, forma, alimento, comodidad y belleza suficientes para una contemplación de medio año. Ya no quería ser birmano. Quería ser japonés (siempre con O-Toyo, claro está) en un taller de ebanistería en la ladera de una colina olorosa de alcanfor.
- ¡Eh! -dijo el Profesor-, hay sitios peores donde vivir y morir. ¿Recuerda que nuestro vapor zarpa a las cuatro? Pidamos la cuenta y vayámonos.
Dejé mi corazón con O-Toyo bajo los pinos. Quizá lo recuperaré en Kobe

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