viernes, 12 de octubre de 2012

Chispazos

De pronto hay algo donde antes no había nada. De un momento a otro la desolación se ha convertido en fervor y la esterilidad en deslumbramiento. En la conciencia vacía o en la hoja o en la pantalla en blanco ahora hay una primera frase o un verso completo. En la imaginación ha surgido una música llegada de no se sabe dónde. Las horas o días de trabajo tedioso quedan cancelados por una súbita sensación de ligereza. Lo imposible ahora se ha alcanzado sin apariencia de empeño. Lo que era difícil se ha vuelto fácil o ha resultado ser difícil y fácil a la vez. El esfuerzo consciente se ha revelado superfluo porque alguien que no parece exactamente uno mismo ha susurrado una solución. A partir de ahora el trabajo no será menos exigente, pero sí más fluido y más grato.
La palabra susurrar es adecuada: la inspiración es un soplo. Las imágenes que aluden a esa experiencia contienen el aliento y también la luz: la claridad súbita que revela lo hasta entonces oculto. En el querido vocabulario de los cómics la idea súbita es una bombilla que se enciende en el cerebro o encima de él, quizás derivada de las lenguas de fuego que señalaron la presencia del Espíritu Santo sobre las cabezas de los apóstoles. Los símbolos evolucionan con la tecnología: la inspiración es una llama cuando la noche se iluminaba con candelas de aceite y una bombilla en la era de la electricidad.
Cualquiera que haga tareas que requieren algún tipo de invención conoce tales momentos, pero elude mencionarlos, por miedo a los malentendidos: a no ser tomado en serio, a ser tomado por un místico o un romántico, a que se piense que si todo depende de una ocurrencia súbita no hay mayor mérito en el logro, o cualquiera puede aspirar a él. El problema se agrava en sociedades ásperas que desconfían de la inteligencia y consideran parásitos o estafadores a quienes de un modo u otro dedican sus vidas a trabajos relacionados con ella.
Para que los profesores lo miren con la adecuada seriedad y para que sus paisanos no lo apedreen o al menos no lo miren como a un payaso el escritor, el artista o el músico engolan la voz al hablar de sus oficios, y resaltan con razón la parte que hay en ellos, siempre, de entrega y disciplina, de tesón y control, de revisión permanente. Pero rara vez hablan, hablamos, de aquello sin lo cual todo el esfuerzo y toda la perseverancia no sirven para nada y no llevan a ninguna parte, esa revelación súbita de la que nace muchas veces una canción, una historia, un poema, el prodigio inexplicable de lo que no es el resultado del pensamiento racional, ni del propósito consciente, sino del más puro azar, lo que llega no cuando se lo busca y se lo espera, sino precisamente cuando se ha dejado de buscar, cuando se estaba buscando con obstinación otra cosa.
Un libro, en mi experiencia, no es la realización de un proyecto, un edificio que deriva exactamente del trazado de los planos. Es algo que llega de pronto y que uno sigue medio a tientas, guiado como máximo por algo parecido a esa brújula de la que habla Javier Marías; una brújula, en cualquier caso, de eficacia incierta, de movimientos caprichosos de aguja: quizás una brújula que hay que consultar de noche a la luz de una llama que en cualquier momento puede apagarse. Uno no escribe para contar lo que sabe, sino para saber lo que cuenta. El plano, cuando llega a existir, existe como un fogonazo, y lo que ilumina son casi siempre conexiones inesperadas entre cosas que hasta ese mismo momento parecían muy alejadas entre sí. Marcel Proust creyó que estaba escribiendo un ensayo sobre el crítico Sainte-Beuve que a él mismo le parecía tedioso y en el que había trabajado con desgana durante años: de pronto, una tarde, instigado por el sabor más célebre de la literatura, el tedio se convirtió en arrebato y la dificultad de inventar en un casi delirio de imágenes y situaciones. En el duermevela del despertar Richard Wagner escuchó el acorde del que derivaría todo el inmenso edificio sonoro del Anillo del Nibelungo. El máximo desaliento había precedido a la mayor enajenación creadora.
Desde los griegos la inspiración inventiva se asoció a lo sobrenatural: en la etimología de la palabra entusiasmo está la idea de la posesión por un dios. Una de las maravillas de vivir en estos tiempos es la posibilidad de asistir a la confluencia entre la poesía y el conocimiento científico. Escáneres e imágenes magnéticas están favoreciendo una precisión cada vez mayor en el estudio de los procesos cerebrales, al mismo tiempo que la biología molecular permite conocer el sustento físico de la imaginación y la memoria. Jonah Lehrer, un divulgador de éxito especializado en la neurociencia, acaba de publicar Imagine: How Creativity Works, un libro sobre los descubrimientos en ese campo que parecía el más escurridizo y misterioso de todos: de dónde viene lo que parece surgido instantáneamente de la nada; lo intuido, lo medio soñado, lo que se escribe o se toca en un estado como de sonambulismo, la ocurrencia de un poema o de una melodía y también la de una de esas modestas invenciones que en seguida se vuelven obvias pero en las que nunca había pensado nadie: la cinta adhesiva, por ejemplo, el post-it, la canción Like a Rolling Stone de Bob Dylan, la mopa desechable, un poema de Auden, el eslogan I Love New York con el corazón rojo en el centro, el velcro, los primeros dramas históricos de Shakespeare; tantas de las cosas que implican el que según Lehrer es el más importante de nuestros talentos: la capacidad de imaginar lo que nunca antes ha existido.
En todos estos hallazgos dispares hay un cierto número de elementos comunes. Hay una mezcla de tozudez y capitulación: justo cuando se abandona después de un largo esfuerzo que no ha tenido fruto es cuando aparece lo que ya no se buscaba. Hay disciplina pero también hay jubiloso abandono: después de haberse adiestrado durante muchos años en el control absoluto de su instrumento un músico de jazz puede permitirse improvisar en un estado en el que el flujo de la electricidad y de la sangre en su cerebro se parece mucho al de la mente que sueña. Hay una memoria operativa que puede trabajar al mismo tiempo con una rica variedad de ideas e imágenes y hallar conexiones y similitudes sorprendentes. El inventor del velcro pensó de pronto en esas semillas pinchudas que se le quedaban adheridas en el lomo a su perro lanudo. El del post-it, un hombre muy religioso, perdía siempre los papelitos con los que separaba las páginas de su libro de himnos, y se acordó de un pegamento muy débil del que había oído hablar distraídamente hacía algún tiempo. Joyce conectó el mito de Ulises y el del Judío Errante con un día en la vida de un pobre hombre cualquiera de Dublín.
Chispazos así llegan de tarde en tarde, si llegan. Uno trabaja a diario con la esperanza, con la superstición de merecerlos.
Corrección: la semana pasada escribí que no hay una buena biografía de Luis Cernuda. Jordi Doce y otros lectores se han apresurado a corregir mi inexcusable ignorancia: Tusquets ha publicado una gran biografía de Cernuda escrita por Antonio Rivero Taravillo.
JAVIER GOMÁ LANZÓN
Qué imagen tenemos de nosotros mismos? Para el hombre moderno, la más elevada representación de la subjetividad se halla en la figura del artista y, a su vez, la suprema realización del artista se encarna en el genio. Un genio es para Kant alguien que se parece a la Naturaleza en su producción de originalidad y novedad incesantes (natura naturans). No imita las reglas de nadie porque, al contrario, él da la regla a los demás y es fuente de toda normatividad. Su obrar es inconsciente y espontáneo como una erupción volcánica, y por eso el aprendizaje de su don, demasiado singular, queda excluido. Kant presupone que un genio es un fenómeno excepcional que se produce rara vez, pero, por un curioso proceso de generalización, hoy su concepto se ha masificado y constituye el ideal al que aspira el hombre corriente y con el que se mide para comprenderse a sí mismo. Para él lo más genuinamente individual de su individualidad reside en aquello que comparte con el artista genial: su espontaneidad creadora, su originalidad, su diferencia comparativa. Observa Herder que así como no hay en la naturaleza dos hojas iguales, así tampoco hay dos rostros iguales y menos dos hombres: “Todo hombre acaba por constituir su propio mundo, semejante, sí, en su manifestación externa, pero estrictamente individual en su interior e irreductible a la medida de otro individuo”. Y el hecho de saberse distinto, único e irrepetible como un genio le confiere su dignidad exclusiva como ser humano. Dice Kant que “todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”, para a continuación concluir que el hombre es la única entidad que posee dignidad, no precio, y no puede ser sustituido por nada equivalente.
Y, sin embargo, lo que es válido como ideal no se verifica en la realidad. Pese a ser poseedores de dignidad hors de commerce, de hecho los hombres recibimos a diario el tratamiento de aquellas mercaderías que tienen precio. Nos parecemos a las cosas fungibles y consumibles que cataloga nuestro venerable Código Civil. Fungibles porque en la sociedad —en particular en la urbana, masificada y burocratizada— el yo, desprendido de la gran cadena del ser, sin árbol genealógico, sin mitología, experimenta a cada paso su irrelevancia en el gran anonimato mundial. Nos administran con un número en los listados públicos: de contribuyentes, de votantes, de afiliados a la Seguridad Social. Rubachof, el protagonista de El cero y el infinito, la novela de Koestler, afirma que el yo individual es una ficción gramatical y lo define como “una multitud de un millón dividida por un millón”. Y además de fungibles, somos también consumibles, porque experimentamos en nuestras carnes hasta qué punto, como le pasa al amor de tanto usarlo, también nuestro yo se va agotando poco a poco en el oficio de vivir y envejecer.
Infinito para sí mismo, cero para el todo social. Genios irrepetibles a la vez que uno más del montón. Con dignidad pero también con precio. He aquí nuestro extraño sino: el de ser únicos pero no irrepetibles sino perfectamente repetibles-sustituibles-consumibles. En el interior, un sentimiento oceánico; en el exterior, una vaciedad político-social. Estos dos polos nos constituyen a partes iguales y sabemos que nunca se dejarán conciliar porque esa tensión pertenece a la trama misma de la vida humana. Imposible una síntesis superadora mientras alientes sobre la tierra.
No quiero dejarte, lector solícito, con la ansiedad de desconocer cómo terminó el episodio clínico que motivó estas graves consideraciones filosóficas. Te agradará saber que afortunadamente no era un infarto múltiple. Eran gases.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
De la bóveda en una gruta de Nueva Zelanda cuelgan millares de estalactitas de luz que parpadean verticalmente como en un bosque de árboles de Navidad. En algunas bahías del Caribe el que se baña de noche o hunde la mano en el agua sobre la borda de una barca ve un resplandor líquido que no es el reflejo de la Luna ni de ninguna otra luz exterior, sino la irradiación de organismos unicelulares de plancton. En las aguas más oscuras de algunos océanos se ven pequeñas luces blancas moviéndose de un lado a otro como luciérnagas submarinas. En los bosques de Indonesia hay árboles en los que chispazos de luz verdosa se repiten en todas las ramas y en casi todas las hojas, apagándose y encendiéndose a un ritmo variable. Muy hondos bajo la tierra hay escarabajos ciegos que tienen en la cabeza dos puntas redondas y rojas que brillan en la oscuridad, y largos gusanos que parecen trenes sinuosos con un faro rojo en la proa de la locomotora. Medusas transparentes se mueven en la superficie del mar como tulipas azuladas. En las noches lentas y cálidas del principio del verano, en el parque de grandes robles y arces y praderas jugosas a la orilla del Hudson, las luciérnagas trazan en el aire, en las zonas de penumbra más allá de las farolas, rápidos garabatos verdes, y la hierba se llena de puntos luminosos.
Como a los insectos voladores, que al parecer se guían por la Luna, nos atraen las luces en la oscuridad. Veíamos de niños las brasas de los cigarrillos de los adultos en las calles poco iluminadas, las velas en las capillas de las iglesias y esas lámparas de aceite que se encendían en los dormitorios de las casas la noche de los Difuntos: ruedas lisas de cartón de naipe con una mecha encendida flotando en una taza de aceite. Con los ojos de par en par mirábamos los números fosforescentes de los despertadores brillando en la oscuridad. En casa de una tía mía me subyugaba el invento moderno de un crucificado que no estaba clavado en una cruz de madera, como en el dormitorio más antiguo de mis padres, sino en una de cristal translúcido que fosforecía por dentro. Una linterna encendida bajo las sábanas hacía que la cama de uno se pareciera a aquellas tiendas de lona de los exploradores en África, iluminadas por dentro como fanales por lámparas de keroseno con una tulipa de cristal, en las noches falsas del cine. Mientras la heroína dormía era preceptivo que sobre la lona de la tienda se perfilara la silueta de un leopardo al que daría fin en el último momento con un disparo de su fusil infalible el héroe cazador.
Voy al Museo de Historia Natural de Nueva York cada vez que puedo, y siempre me veo sumergido en ese tipo de emociones primitivas, esos asombros que lindan por un lado con la fascinación de la ciencia y por el otro con la imaginación infantil. Voy para ver alguna exposición en particular o para perderme y dejarme llevar por esas salas medio en penumbra que son la enciclopedia en tres dimensiones del conocimiento humano y de la variedad ilimitada del mundo. Voy a veces con un propósito muy definido y cuando llego allí el propósito se me olvida y acabo perdiéndome en los sótanos de los minerales y de los meteoritos o en esas galerías de la última planta en las que se suceden los esqueletos fósiles de los dinosaurios y los de los mamuts y los mastodontes que cazaron hasta la extinción nuestros antepasados de no hace más de quince mil años. Voy a ver los arcos y flechas y los muñecos de trapo con que jugaban los niños en las tribus indias de las praderas, las ballenas que tallaban en marfil de morsa los Inuit, las máscaras de osos, de zorros, de salmones, de muertos, que usaban los indios de la costa noroeste del Pacífico, los cestos impermeables hechos con hierbas entrelazadas en los que recogían el agua. Voy a ver el corte en profundidad de la tierra de una granja en cada una de las estaciones del año, con su misterio de túneles y de cámaras secretas en las que los roedores guardan para el invierno sus tesoros de bellotas, y ese tronco de una secuoya en cuyos anillos concéntricos está marcada la fecha del nacimiento de Cristo, la de la caída de Constantinopla, la de la llegada de Colón a América.
Las horas se van sin que me dé cuenta, sin que se disipe ese estado de deslumbramiento en el que dejo de ser quien soy y puedo convertirme en un chico con la vida entera por delante que descubre de golpe su vocación de botánico o de biólogo o geólogo o físico. Hoy, esta última vez, el entusiasmo que he descubierto es el estudio de la bioluminiscencia. Quién no desearía ser uno de esos biólogos que descubren los patrones matemáticos en los parpadeos de las luciérnagas, o el mecanismo mediante el cual los ojos de los peces de las profundidades submarinas pueden detectar en la total oscuridad las muestras más tenues de luz. De todo eso trata la exposición que he venido a ver, Creatures of Light. Después de una puerta de cristal uno se interna en esa penumbra en la que viven las criaturas luminosas; casi tanteando, al principio, recién llegado de la claridad excesiva de la mañana de abril, ajustando la pupila. Por las alturas se enciende y se apaga una de esas maquetas que dan al museo ese aire de película fantástica de bajo presupuesto de los años cincuenta, una luciérnaga aumentada doscientas cincuenta veces, grande como un pato, con sus dos pares de alas, las unas protectoras, las otras membranosas y útiles para el vuelo, el vientre iluminándose gracias a esa reacción química que produce una claridad fría.
Maravillarse y aprender. Estimular la fabulosa capacidad humana para el conocimiento. ¿Quién necesita las fantasías tóxicas de las supersticiones religiosas, la brujería, los caprichos extravagantes del arte? Las luciérnagas macho vuelan trazando giros específicos que dejan como una firma genética en la oscuridad; en la hierba, las hembras emiten sus parpadeos, que varían según cada especie, para atraer a los machos que les parecen más prometedores. Ese centelleo que yo he observado con tanta distracción en las noches de verano es un alucinante sistema de signos a través del cual criaturas que no van a vivir más de dos semanas se aseguran la reproducción. En Indonesia, millares de machos se posan en las ramas de los árboles y sincronizan sus señales en un solo resplandor. Algunas veces, una hembra finge la intermitencia luminosa de una especie que no es la suya. Los investigadores la llaman femme fatale: el macho de la especie aludida vuela hacia ella y es inmediatamente devorado.
Criaturas marinas microscópicas captan la luz solar y la emiten de noche, y no se sabe si son animales o son plantas, porque se nutren a través de la fotosíntesis pero también absorbiendo a otros organismos. Corales submarinos resplandecen como grandes retablos barrocos. Escribo sobre estas cosas y tengo la sensación de haberlas soñado.

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