El Cid del poema representa dentro de nuestra poesía este grado supremo del ideal caballeresco tal como fué entendido por nuestros padres en la Edad Media. Cuanto más nos inclinemos a ver sombras en el Cid histórico, tal como se infiere de algunos rasgos de su propia crónica latina, y sobre todo de los textos árabes que ha interpretado Dozy (exagerando su valor y sentido, hasta querer transformar al Campeón burgalés en una especie de condottiere italiano, soldado de fortuna, robador de iglesias, rompedor de pactos y juramentos, codicioso y sanguinario, y aliado alternativa e indistintamente con moros y cristianos); tanto más nos asombraremos del generoso instinto moral y poético de nuestra raza, que en tan breve tiempo enmendó las deficiencias de la historia, sin atentar a lo substancial de ella; y al depurar el tipo, sin despojarle de su valor individual, le comunicó toda la plenitud y efusión de una existencia más luminosa y más alta. En este caso, como en tanto otros, el símbolo nació espontáneamente, viniendo a cumplirse al pie de la letra aquella sentencia de Aristóteles: «La Poesía es más profunda y más filosófica que la Historia.» Preséntase la poesía heroica castellana, como toda epopeya moderna, en estado fragmentario o rapsódico, muy lejano de la imponente y clásica unidad que ostentan los dos poemas homéricos; de los cuales se diferencia también, no menos que de los cantos del Norte escandinavo y germánico, por su carácter puramente humano e histórico, sin mezcla alguna de mito o de teogonía. En esto coincide con la epopeya francesa, que la precedió, que en parte la sirvió de modelo, y que aventaja a la nuestra, no sólo por razón de su mayor fecundidad, sino por haber encontrado en la gran figura histórica de Carlomagno un centro que diera unidad a las gestas desligadas. Tal género de unidad no lo consentía nuestra historia, llena de dispersión e individualismo, ni podía brotar arbitrariamente de la fantasía de los juglares. El Cid alcanzaba o superaba la talla de Roldán, pero ni Fernando el Magno ni Alfonso VI, con haber sido grandes reyes, podían ejercer sobre la fantasía aquel misterioso prestigioso que durante toda la Edad Media se ligó al nombre del domador de la barbarie sajona, del gran restaurador del imperio de Occidente. Hubo, pues, en nuestra poesía pequeños ciclos, apenas enlazados entre sí como no sea por cierta razón geográfica. Nuestra epopeya es exclusivamente castellana, en la acepción más restricta del vocablo, no sólo porque en las demás literaturas vulgares de la Península, en la catalana como en la portuguesa, faltan enteramente cantares de gesta, aunque no faltasen gérmenes de tradición épica, sino porque, con la sola excepción de la leyenda de Bernardo, que puede suponerse leonesa y que en gran parte se compuso con elementos transpirenaicos, todos los héroes de nuestras gestas, Fernán González y los Condes sucesores suyos, los Infantes de Lara y el Cid, son castellanos, del alfoz de Burgos, o de la Bureba, y lo que principalmente representan es el espíritu independiente y autonómico de aquel pequeño Condado que, comenzando por desligarse de la corona leonesa, acaba por absorber a León en Castilla y colocarse al frente del movimiento de Reconquista en las regiones centrales de la Península, imponiendo su lengua, su dirección histórica y hasta su nombre a la porción mayor de la patria común. Los héroes de nuestros cantares, cuando no son rebeldes declarados como Fernán González, son vasallos mal quistos de sus reyes, y que hablan y obran poco menos que como soberanos. Tal es el caso del Cid. No negaremos que pueda haber en el fondo de esto un sentimiento, ya aristocrático, ya popular, mal avenido con la unidad de poder, aun dentro de las rudimentarias condiciones de las monarquías de los tiempos medios: el Cid de la Crónica Rimada y de algunos romances tiene rasgos feudales y anárquicos, que, más que a la tradición primitiva, parecen corresponder a una desviación de la historia, pero que de todos modos son antiguos y significativos; en otras leyendas burgalesas más oscuras se ve apuntar cierto sentido democrático. Pero estos vagos indicios (que de tales no pueden pasar tratándose de un pueblo donde nunca las clases sociales estuvieron separadas por grandes barreras ni por grandes odios), importan menos que la consideración del espíritu netamente castellano que se personifica en Fernán González y en el descendiente de Laín Calvo, cuyas épicas figuras, rodeadas de luz y de bendiciones, parecen contraponerse en la intención de los poetas a las de monarcas ingratos o perjuros, y a las de próceres leoneses como los Infantes de Carrión, cargados por la musa popular con toda suerte de afrentas y vilipendios.
viernes, 3 de julio de 2015
El Cid va a Santiago.
El Cid del poema representa dentro de nuestra poesía este grado supremo del ideal caballeresco tal como fué entendido por nuestros padres en la Edad Media. Cuanto más nos inclinemos a ver sombras en el Cid histórico, tal como se infiere de algunos rasgos de su propia crónica latina, y sobre todo de los textos árabes que ha interpretado Dozy (exagerando su valor y sentido, hasta querer transformar al Campeón burgalés en una especie de condottiere italiano, soldado de fortuna, robador de iglesias, rompedor de pactos y juramentos, codicioso y sanguinario, y aliado alternativa e indistintamente con moros y cristianos); tanto más nos asombraremos del generoso instinto moral y poético de nuestra raza, que en tan breve tiempo enmendó las deficiencias de la historia, sin atentar a lo substancial de ella; y al depurar el tipo, sin despojarle de su valor individual, le comunicó toda la plenitud y efusión de una existencia más luminosa y más alta. En este caso, como en tanto otros, el símbolo nació espontáneamente, viniendo a cumplirse al pie de la letra aquella sentencia de Aristóteles: «La Poesía es más profunda y más filosófica que la Historia.» Preséntase la poesía heroica castellana, como toda epopeya moderna, en estado fragmentario o rapsódico, muy lejano de la imponente y clásica unidad que ostentan los dos poemas homéricos; de los cuales se diferencia también, no menos que de los cantos del Norte escandinavo y germánico, por su carácter puramente humano e histórico, sin mezcla alguna de mito o de teogonía. En esto coincide con la epopeya francesa, que la precedió, que en parte la sirvió de modelo, y que aventaja a la nuestra, no sólo por razón de su mayor fecundidad, sino por haber encontrado en la gran figura histórica de Carlomagno un centro que diera unidad a las gestas desligadas. Tal género de unidad no lo consentía nuestra historia, llena de dispersión e individualismo, ni podía brotar arbitrariamente de la fantasía de los juglares. El Cid alcanzaba o superaba la talla de Roldán, pero ni Fernando el Magno ni Alfonso VI, con haber sido grandes reyes, podían ejercer sobre la fantasía aquel misterioso prestigioso que durante toda la Edad Media se ligó al nombre del domador de la barbarie sajona, del gran restaurador del imperio de Occidente. Hubo, pues, en nuestra poesía pequeños ciclos, apenas enlazados entre sí como no sea por cierta razón geográfica. Nuestra epopeya es exclusivamente castellana, en la acepción más restricta del vocablo, no sólo porque en las demás literaturas vulgares de la Península, en la catalana como en la portuguesa, faltan enteramente cantares de gesta, aunque no faltasen gérmenes de tradición épica, sino porque, con la sola excepción de la leyenda de Bernardo, que puede suponerse leonesa y que en gran parte se compuso con elementos transpirenaicos, todos los héroes de nuestras gestas, Fernán González y los Condes sucesores suyos, los Infantes de Lara y el Cid, son castellanos, del alfoz de Burgos, o de la Bureba, y lo que principalmente representan es el espíritu independiente y autonómico de aquel pequeño Condado que, comenzando por desligarse de la corona leonesa, acaba por absorber a León en Castilla y colocarse al frente del movimiento de Reconquista en las regiones centrales de la Península, imponiendo su lengua, su dirección histórica y hasta su nombre a la porción mayor de la patria común. Los héroes de nuestros cantares, cuando no son rebeldes declarados como Fernán González, son vasallos mal quistos de sus reyes, y que hablan y obran poco menos que como soberanos. Tal es el caso del Cid. No negaremos que pueda haber en el fondo de esto un sentimiento, ya aristocrático, ya popular, mal avenido con la unidad de poder, aun dentro de las rudimentarias condiciones de las monarquías de los tiempos medios: el Cid de la Crónica Rimada y de algunos romances tiene rasgos feudales y anárquicos, que, más que a la tradición primitiva, parecen corresponder a una desviación de la historia, pero que de todos modos son antiguos y significativos; en otras leyendas burgalesas más oscuras se ve apuntar cierto sentido democrático. Pero estos vagos indicios (que de tales no pueden pasar tratándose de un pueblo donde nunca las clases sociales estuvieron separadas por grandes barreras ni por grandes odios), importan menos que la consideración del espíritu netamente castellano que se personifica en Fernán González y en el descendiente de Laín Calvo, cuyas épicas figuras, rodeadas de luz y de bendiciones, parecen contraponerse en la intención de los poetas a las de monarcas ingratos o perjuros, y a las de próceres leoneses como los Infantes de Carrión, cargados por la musa popular con toda suerte de afrentas y vilipendios.
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