lunes, 12 de octubre de 2015

Aunque dé gritos la noche . Tangos de Málaga




 Los culpables de que en Málaga se desarrollara una variedad de tangos específicos y diferentes fueron El Piyayo, La Pirula y su discípula y seguidora La Repompa.De su estancia en Cuba se trajo aromas del punto cubano y dio a sus tangos aires de guajira; por eso muchos aficionados prefieren hablar de los cantes del Piyayo mejor que de tangos . La segunda figura creadora de tangos, con denominación de origen, malagueños fue Dolores Campos más conocida como La Pirula, nacida en el barrio malacitano del Perchel y artista de fiestas y que no llegó a grabar. Sus cantes los divulgó Enriqueta Reyes Porras, La Repompa de Málaga, que al parecer los aprendió de un disco que habría grabado su hermana (de la Repompa) Paquita, como nos cuenta la Cañeta de Málaga, hija de la Pirula ..como el amor, la música, el lenguaje.

FÉLIX  GRANDE .
                                                          DOCUMENTO

Estoy solo en mi casa, esperando a los míos. Ya no pueden tardar. Estuve escuchando a la vida asomado a la ventana de mi cuarto. Suele ocurrir que uno se quede solo y le rodeen los seres y los años: y las ganas de no morir, de que no muera nadie, nada, de ningún modo, nunca. Entonces hace falta la música: se necesita ayuda, pues no somos indestructibles. Puse un disco de Camarón y Paco de Lucía.
Escuché, muchas veces, una siguiriya 31 que habla de una madre enferma y de una desesperación con los ojos clavados en «los santos del cielo». Recordé muchos días, tardes, noches, muchos vasos de vino. Supe muy bien que la memoria es vida. Recordé una frase de Friedrich Nietzsche: «Sin la música, la vida sería un error». Me repetí esta frase muchas veces, hasta que por detrás de su hermosa cabeza blanca asomó otra frase no menos hermosa: sin la vida, la música sería un error: sería poco honorable. Lo que sigue puede parecer raro, o puede parecer improvisado; pero no lo es. Se trata de una verificación continuada, casi una certidumbre. Es ésta: en sus grandes momentos, los mejores de entre los artistas flamencos, en su abundante y lenta copa no beben jamás el vino trágico que busca la baldía piedad del olvido ni el vino intermedio de las fiestas triviales: beben el vino profundo que alude a la ambición de ser. «Aun el más valiente de nosotros rara vez tiene coraje para enfrentarse a lo que realmente sabe», ha dicho también Nietzsche; precisamente, esas horas de que hablo son esa «rara vez»: la facultad de desliar a la vida (desliar ese atroz pergamino que contiene a los recuerdos, a las derrotas, a las emociones delicadas o turbulentas, a los desfallecimientos inolvidables y al más furioso afán de amor, que desde luego conlleva una terminante sed de tiempo) y leerla de un trago impetuoso. En el vaso del artista flamenco —también en el de quien logra escuchar con su corazón puntual— todo el tiempo pasado y toda la avaricia de futuro, la angustia de morir y la ambición de ser y la necesidad de amar, se transfiguran en un presente espeso, incontenible, que siembra en la copla todo un lujo de onomatopeyas y quejidos —los dos gestos más expresivos del lenguaje—. En ese vaso la memoria viaja sin método y también sin cansancio, acarreando vida, síntesis, expresión: cuando se ve una fugaz angustia en el rostro del cantaor, lo más seguro es que ande persiguiendo, desde dentro mismo del cante, una forma, un grito, una historia, un soplo de verdad total, una nota terrible: entonces se suele socorrer con su vaso.

Mientras desciende el sol, lento como la muerte,
observas a menudo esa calle donde está la escalera
que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro
se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota
la mitad de su edad; fuma y se asoma
hacia la calle desviada; soríe solitario
a este lado de la ventana, la famosa frontera.

Tú eres ese hombre; una hora larga llevas
viendo tus propios movimientos
pensando desde fuera, con piedad,
las ideas que en el papel pacientemente depositas;
escribiendo, como fin de una estrofa,
que es muy penoso ser, así, dos veces,
el pensarse pensando,
la vorágine sinuosa de mirar la mirada,
como un juego de niños que tortura, paraliza, envejece.

La tarde, casi enferma de tan lejana,
se sumerge en la noche
como un cuerpo harto ya de fatiga, en el mar, dulcemente.
Cruzan aves aisladas el espacio de color indeciso
y, allá al final, algunos caminantes pausados
se dejan agostar por la distancia; entonces
el paisaje parece un tapiz misterioso y sombrío.

Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento,
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.

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