viernes, 30 de septiembre de 2016

034 Cantigas de Santa María

 




Una bella imagen de la Virgen, pintado sobre madera, cuelga en una calle de Constantinopla. Una noche, un hombre lo robó, lo arrojó al suelo de una letrina y defecó en él. El diablo lo mató y se fue a la perdición. Posteriormente, un cristiano recupere la imagen. Se desprendía una fragancia muy dulce, mejor que las especias de "Ultramar", bálsamo o ungüento El cristiano lo lavó, lo instaló en su casa e hizo ofrendas a él para su salvación. La imagen emite una sustancia como el aceite para servir como un testimonio de este evento.
 En el mes de junio de 1391, la ciudad de Sevilla fue testigo de una violenta explosión de antijudaísmo, rápidamente propagada al resto de los territorios hispánicos. Aquel terrible acontecimiento supuso la ruptura definitiva de la coexistencia que, hasta esas fechas, habían mantenido las comunidades cristiana y judía de los reinos de Hispania. Sin duda, las predicaciones incendiarias llevadas a cabo en los años anteriores por el clérigo sevillano Ferrán Martínez desempeñaron un papel decisivo en el estallido de aquel polvorín. Pero los dramáticos sucesos del año 1391 no pueden entenderse si prescindimos de sus precedentes, los cuales, obviamente, hundían sus raíces en anteriores etapas. Las comunidades judías, asentadas desde mucho tiempo atrás en los reinos cristianos de Hispania, gozaban de amplia autonomía, tanto en el terreno político-administrativo como en el judicial y en el religioso. Ahora bien, la Iglesia no había dejado de recordar que los hebreos habían sido los culpables de la muerte de Cristo, lo que explica que se les denominara “deicidas”. Si se les aceptaba en suelo cristiano era sólo porque, según las profecías, llegaría el día en que reconocerían sus errores y abrazarían la fe cristiana. Ese argumento, predicado día tras día por los clérigos desde los púlpitos, terminó por alcanzar un profundo arraigo en la mentalidad popular. También jugaron su papel las decisiones adoptadas en el Concilio de Letrán del año 1215, entre las cuales figuraba la de exigir a los judíos de todos los territorios cristianos que llevaran una señal distintiva, con objeto de poder reconocerlos públicamente. Es evidente que esas medidas no fueron cumplidas en los reinos cristianos de Hispania, pero la Iglesia las recordaba de cuando en cuando.

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