Visión del Japón en diez horas, con una relación completa de los usos y costumbres de su pueblo, la historia de su Constitución, sus productos, su arte y su civilización, omitiéndose un almuerzo en una casa de té con 0-Toyo.
Rudyard Kipling, viajero incansable, abandona su India para recorrer el sudeste asiático, camino que le llevará hasta Japón, país que visitó entre abril y mayo de 1889, un país que se debatía entre la occidentalización y sus propias tradiciones, combate del que da cuenta, con una ironía genial el propio Kipling, que pensaba que Japón debía ser preservado, aislado y desarmado, para dedicarse tan sólo a producir belleza...
«No puedes desplegar al aire tu banderani mojar tus remos en el lago,
pero se está labrando una proa de belleza y
el agua olvida el timón entre sus rizos.»
- ¿Ha visto usted -me preguntó- la Constitución del Japón? El Emperador la hizo en persona el otro día. [1] Está toda en trazos europeos.
Tomé el folleto y me encontré con una Constitución completa en blanco sobre negro, marcada con el Crisantemo Imperial; un primoroso pequeño proyecto de representación, reformas, pagas de diputados, cálculos presupuestarios y legislación. Es una cosa terrible si se estudia de cerca: es desoladoramente inglesa.
- He aquí -dijo un compatriota mío- un excelente espécimen ruso. Debería usted ver sus buques de guerra; son igual de asquerosos. Algunos vienen a hacer limpieza en Nagasaki.
Esta información era más bien pobre y tal vez inexacta, pero hizo subir al máximo mi buen humor cuando bajé al muelle y un joven caballero, con un crisantemo plateado en su gorra de policía y con el cuerpo mal embutido en un uniforme alemán, me dijo, en un inglés impecable, que no comprendía mi idioma. Era un funcionario de aduanas japonés. De haber sido más larga nuestra escala hubiese llorado por él porque era un híbrido -en parte francés, en parte alemán, en parte americano-, un tributo a la civilización. Según parece, todos los funcionarios japoneses, de policía para arriba, llevan ropas europeas, y esas ropas jamás se les ajustan bien. Pienso que el Mikado las hizo al mismo tiempo que la Constitución. Con el tiempo acabarán por sentarles bien.
Si ustedes buscan extravagancias de colores, escaparates llameantes y linternas deslumbradoras, no encontrarán ninguna de estas cosas en las angostas calles empedradas de Nagasaki. Pero si lo que desean son detalles de construcción de casas, vistas de limpieza perfecta, un gusto exquisito y la perfecta subordinación del objeto elaborado a las necesidades de su constructor, encontrarán todo lo que buscan y aún más. Todos los tejados, tanto los de tablas como los de tejas, tienen el color mate del plomo, y todas las fachadas son del color que Dios dio a la madera. No hay humos ni brumas y, a la clara luz de un cielo nuboso, podía ver las más angostas callejas como el interior de un gabinete.
Hace tiempo que los libros les han contado cómo está construida una casa japonesa, sobre todo con pantallas deslizantes y mamparas de papel, y todo el mundo conoce la historia del ladrón de Tokyo que robaba con unas tijeras a modo de ganzúa y barrena y que robó los pantalones del cónsul. Pero todo lo que se ha impreso no podrá hacerles comprender el acabado exquisito de una vivienda en la que se podría entrar de un puntapié y que podría reducirse a astillas a puñetazos. Contemplemos la tienda de un bunnia [4]. Vende arroz, chile, pescado seco y cucharas de madera hechas de bambú. La parte frontal de su tienda es muy sólida. Está hecha de tablillas de media pulgada clavadas de costado. Ninguna de ellas está rota, y cada una de ellas es perfectamente cuadrada. Avergonzado de esa ruda fortificación, llena la mitad de la fachada con papel aceitado tendido en marcos de un cuarto de pulgada. Ni uno solo de los cuadrados de papel aceitado tiene ningún agujero, y ninguno de los cuadros, que en países más incivilizados llevarían vidrio si fuesen lo bastante fuertes, se sale de la alineación. Y el bunnia, vestido con un camisón y calzado con gruesos calcetines, está
Quizá su hermano vive al norte de la India detrás de una fachada de madera tosca ennegrecida por el tiempo, pero... no creo que cuide otras plantas que tulsis en una maceta, y eso tan sólo para complacer a los dioses y a las mujeres de su familia.
No comparemos a esos dos hombres; sigamos paseando por Nagasaki.
Pasé luego a admirar el frescor de las mejillas de la gente, las sonrisas de tres hoyuelos de los bebés gordezuelos y el extraordinario carácter «ajeno» de todo lo que me rodeaba. Es extraño encontrarse en una tierra limpia, y todavía más extraño pasear entre casas de muñecas. El Japón es un país gratificador para un hombre bajito. Nadie lo abruma a fuerza de estatura, y mira desde arriba a todas las mujeres, como es justo y conveniente. Un comerciante de curiosidades se dobló por la mitad sobre la estera de su puerta, y entré, experimentando por primera vez la sensación de ser un bárbaro y no un auténtico Sahib. El lodo callejero formaba costra en mis zapatos, y él, el propietario inmaculado, me pidió que pasara sobre un suelo pulido y esteras blancas hasta un cuarto interior. Me trajo esterillas para los pies, lo cual aún empeoró las cosas, ya que una linda
Llegamos al pie de una colina, como si dijéramos la colina en la que se encuentra la Shway Dagon [6], y por ella subía una imponente escalera de peldaños grises, oscurecidos por el tiempo, jalonada aquí y allí por torii monolíticos. Todo el mundo sabe qué es un torii. Los hay en el sur de la India. Un gran rey toma nota del sitio donde quiere construir un arco enorme pero, siendo un rey, lo hace en piedra, no en tinta: dibuja en el aire dos radios y un travesaño, de una altura de cuarenta o sesenta pies y una anchura de veinte o treinta. En el sur de la India el travesaño está encorvado en el centro. En el Lejano Oriente es flameante en sus extremos. Esta definición no se ajusta mucho a lo que dicen los libros, pero aquél que se ponga a consultar libros en un nuevo país está perdido. Por encima de los peldaños colgaban pesados pinos azul verdoso o verde negruzco, viejos, retorcidos y abollados. El follaje de la ladera era de un verde más pálido, pero los pinos daban la clave del color, con el que armonizaban las ropas azules de las pocas personas que había en la escalera. No había sol en la atmósfera, pero puedo jurar que el brillo del sol lo hubiera estropeado todo. Subimos durante cinco minutos, yo, el Profesor [7] y la cámara fotográfica, y luego, volviéndonos, vimos los tejados de Nagasaki extendidos a nuestros pies: un mar de plomo de color pardo mate con salpicaduras rosa crema, aquí y allí, que indicaban el florecer de los cerezos. Las colinas, alrededor de la ciudad, estaban moteadas por sitios de reposo de los muertos, con bosquecillos de pinos y bambúes plumosos.
- Profesor -dije-, eso se debe a la extraordinaria circunstancia de que no somos los únicos habitantes de la tierra. Empecé a comprenderlo en Hong-Kong. Ahora, la cosa, va haciéndose cada vez más clara. No me sorprendería si, a fin de cuentas, resultásemos ser personas corrientes.
Entramos en un patio donde un caballo de bronce de aire malévolo miraba fijamente a dos leones de piedra y donde una multitud de niños parloteaban entre sí. Acerca del caballo de bronce hay una leyenda que puede encontrarse en las guías de viaje. Pero la auténtica y verdadera historia del animal es que fue realizado, hace mucho tiempo, con marfil fósil de Siberia, por un Prometeo japonés, y que cobró vida y tuvo muchos potrillos cuyos descendientes se parecen muchísimo a su padre. El curso de los años ha eliminado casi por completo el marfil en la sangre, pero aflora todavía en las crines y las colas cremosas; y la gruesa barriga y las maravillosas manos del caballo de bronce siguen encontrándose, incluso hoy, entre los caballitos de tiro de Nagasaki, que transportan albardas adornadas con terciopelo y tela roja, que llevan zapatos de hierba en los pies, y a los que se hace parecer caballos de pantomima.
Bajamos la escalera para almorzar y, entretanto, fue formándose en mi corazón una decisión a medias. Birmania era un sitio realmente encantador, pero allí comían gnapi, y había olores, y, a fin de cuentas, las muchachas no eran tan lindas como otras...
- Han de quitarse los zapatos -dijo Y-Tokai.
Les aseguro que no hay dignidad en el hecho de sentarse en los peldaños de una casa de té y quitarse con esfuerzo unos zapatos fangosos. Y es imposible resultar fino cuando uno anda con calcetines sobre un suelo pulido como un espejo y una muchacha primorosa le pregunta a uno dónde quiere comer. Si pasan por esa situación, lleven por lo menos un par de bonitas zapatillas. Que sean de piel de sambhur bordada, o de seda si lo prefieren, pero no se queden ahí, como yo, con unas cosas pardas a rayas con un zurcido en el talón, intentando hablar con una geisha.
Nos dejaron solos en ese paraíso de limpieza y belleza y, no siendo nada más que un desvergonzado inglés sin zapatos (un hombre blanco se degrada si va descalzo), deambulé siguiendo las paredes, probando todos los biombos. Tan sólo cuando me detuve a examinar el pestillo engastado de un biombo me di cuenta de que era una placa de marquetería que representaba dos grullas blancas comiendo peces. Tenía en total tres pulgadas cuadradas y, en el curso normal de las cosas, nadie iría a mirarla. Los biombos formaban un armario en el que parecían almacenarse todas las lámparas, candelabros, cojines y colchonetas de la casa. Una nación oriental capaz de llenar un armario limpiamente merece una reverencia. Subí por una escalera de madera granosa y laca a unas habitaciones del más curioso diseño, con ventanas circulares que no se abrían sobre nada y, por ello, estaban rellenadas de arabescos de bambú para deleite de los ojos. Los corredores con suelo de madera oscura brillaban como el hielo, y me sentí avergonzado.
- Profesor -dije-, no escupen; no comen como cerdos; son incapaces de pelearse, y un borracho se tambalearía recto a través de todas las partes de la casa hasta ir a rodar colina abajo hasta Nagasaki. Es imposible que tengan hijos.
Ahí callé. Abajo estaba lleno de niños.
- ¿Eso es todo? -gruñó el Profesor-. Tengo hambre, y sólo con pastel y té no se puede llegar hasta las cuatro de la tarde.
Tomó furtivamente, con la mano, un trozo de pastel.
Las doncellas volvieron (esta vez eran cinco) con bandejas de laca negra de un pie de lado y cuatro pulgadas de alto. Eran nuestras mesas. Traían un cuenco de laca roja lleno de pescado hervido en salmuera y de anémonas de mar. Por lo menos, no eran setas. Una servilleta de papel atada con hilo de oro envolvía nuestros palillos; y en un platillo plano traían un cangrejo ahumado, una lonja de algo que parecía un compromiso entre el aspecto de un budín de Yorkshire y el sabor de una tortilla azucarada, y un fragmento retorcido de una cosa translúcida que debía haber estado viva pero ahora estaba en escabeche. Se marcharon, pero no con las manos vacías, pues tú, ioh, O-Toyo!, te llevaste mi corazón, ese mismo corazón que había entregado a la muchacha birmana en la pagoda de Shway Dagon.
Después del pescado crudo y la salsa de mostaza vino otra especie de pescado cocinado con rábanos en adobo, muy resbaladizo entre los palillos. Las doncellas se arrodillaron formando un semicírculo y gritaron de gozo ante la torpeza del Profesor, pues realmente no fui yo quien casi derribó la mesa en un inútil intento de reclinarse graciosamente. Después de los vástagos de bambú llegó una vasija de judías blancas en salsa dulce; una cosa realmente sabrosa. Intenten ustedes llevarse judías a la boca valiéndose de un par de agujas de hacer media, y ya verán qué pasa. Un poco de pollo astutamente hervido con nabos y todo un cuenco repleto de pescado sin espinas blanco como la nieve y un montón de arroz concluyeron la comida. He olvidado uno o dos servicios, pero cuando O-Toyo me tendió la frágil pipa japonesa lacada llena de un tabaco que se parecía al heno, conté nueve platos en el anaquel de laca, y cada plato representaba un servicio. Entonces O-Toyo y yo fumamos echando bocanadas alternativas.
- ¡Eh! -dijo el Profesor-, hay sitios peores donde vivir y morir. ¿Recuerda que nuestro vapor zarpa a las cuatro? Pidamos la cuenta y vayámonos.
Dejé mi corazón con O-Toyo bajo los pinos. Quizá lo recuperaré en Kobe
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