En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en
su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro
escondido. Sólo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin
embargo cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la
región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la
bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras crecíamos nos
predicaban experiencias parejas en son de amenaza o para sosegarnos: «Este
jovencito quiere intervenir. Ya irás aprendiendo». Sabíamos muy bien lo que era
experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes. En
términos breves, con la autoridad de la edad, en proverbios; prolijamente, con
locuacidad, en historias; a veces como una narración de países extraños, junto a
la chimenea, ante hijos y nietos. ¿Pero dónde ha quedado todo eso? ¿Quién
encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los
moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a
generación? ¿A quién le sirve hoy de ayuda un proverbio? ¿Quién intentará
habérselas con la juventud apoyándose en la experiencia?
La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y
precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las
experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro
como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo
de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia
comunicable. Y lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros
sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no
era. Porque jamás ha habido experiencias, tan desmentidas como las estratégicas
por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por
el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela
en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que
todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de
explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo
humano.
Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo
que ese enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la
sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente. O más bien que se les vino
encima al reanimarse la astrología y la sabiduría del yoga, la Christian Science
y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el
espiritismo. Porque además no es un reanimarse auténtico, sino una galvanización
lo que tuvo lugar. Se impone pensar en los magníficos cuadros de Ensor en los
que los duendes llenan las calles de las grandes ciudades: horteras disfrazados
de carnaval, máscaras desfiguradas, empolvadas de harina, con coronas de oropel
sobre las frentes, deambulan imprevisibles a lo largo de las callejuelas. Quizás
esos cuadros sean sobre todo una copia del renacimiento caótico y horripilante
en el que tantos ponen sus esperanzas. Pero desde luego está clarísimo: la
pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha
cobrado rostro de nuevo y tan exacto y perfilado como el de los mendigos en la
Edad Media. ¿Para qué valen los bienes de la educación si no nos une a ellos la
experiencia? Y adónde conduce simularla o solaparla es algo que la espantosa
malla híbrida de estilos y cosmovisiones en el siglo pasado nos ha mostrado con
tanta claridad que debemos tener por honroso confesar nuestra pobreza. Sí,
confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias
privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de
nueva barbarie.
¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un
concepto nuevo, positivo de barbarie. ¿Adónde le lleva al bárbaro la pobreza de
experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a
pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a
siniestra. Entre los grandes creadores siempre ha habido implacables que lo
primero que han hecho es tabula rasa. Porque querían tener mesa para dibujar,
porque fueron constructores. Un constructor fue Descartes que por de pronto no
quiso tener para toda su filosofía nada más que una única certeza: «Pienso,
luego existo». Y de ella partió. También Einstein ha sido un constructor al que
de repente de todo el ancho mundo de la física sólo le interesó una mínima
discrepancia entre las ecuaciones de Newton y las experiencias de la astronomía.
Y este mismo empezar desde el principio lo han tenido presente los artistas al
atenerse a las matemáticas y construir, como los cubistas, el mundo con formas
estereométricas. Paul Klee, por ejemplo, se ha apoyado en los ingenieros. Sus
figuras se diría que han sido proyectadas en el tablero y que obedecen, como un
buen auto obedece hasta en la carrocería sobre todo a las necesidades del motor,
sobre todo a lo interno en la expresión de sus gestos. A lo interno más que a la
interioridad: que es lo que las hace bárbaras.
Hace largo tiempo que las mejores cabezas han empezado aquí y
allá a hacer versos a estas cosas. Total falta de ilusión sobre la época y sin
embargo una confesión sin reticencias en su favor: es característico. Da lo
mismo que el poeta Bertolt Brecht constate que el comunismo no es un justo
reparto de la riqueza sino de la pobreza, o que el precursor de la arquitectura
moderna, Adolf Loos, explique: «Escribo, únicamente para hombres que poseen una
sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del
Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo». Un artista tan intrincado como
el pintor Paul Klee y otro tan programático como Loos, ambos rechazan la imagen
tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas
del pasado, para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un
recién nacido en los pañales sucios de esta época. Nadie le ha saludado más
risueña, más alegremente que Paul Scheerbart. En sus novelas, que de lejos
parecen como de Jules Verne, se ha interesado Scheerbart (a diferencia de Verne
que hace viajar por el espacio en los más fantásticos vehículos a pequeños
rentistas ingleses o franceses), por cómo nuestros telescopios, nuestros aviones
y cohetes convierten al hombre de antaño en una criatura nueva digna de atención
y respeto. Por cierto que esas criaturas hablan ya en una lengua enteramente
distinta. Y lo decisivo en ella es un trazo caprichosamente constructivo, esto
es contrapuesto al orgánico. Resulta inconfundible en el lenguaje de las
personas o más bien de las gentes de Scheerbart; ya que rechazan la semejanza
entre los hombres, principio fundamental del humanismo. Incluso en sus nombres
propios: Peka, Labu, Sofanti, así se llaman las gentes en el libro que tiene
como título el nombre de su héroe: «Lesabendio». También los rusos gustan dar a
sus hijos nombres «deshumanizados»: los llaman «Octubre» según el mes de la
revolución, o «Pjatiletka» según el plan quinquenal, o «Awischim» según una
sociedad de líneas aéreas. No se trata de una renovación técnica del lenguaje,
sino de su movilización al servicio de la lucha o del trabajo; en cualquier caso
al servicio de la modificación de la realidad y no de su descripción.
Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los
hombres añorasen una experiencia nueva. No; añoran liberarse de las
experiencias, añoran un mundo entorno en el que puedan hacer que su pobreza, la
externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan
limpiamente que salga de ella algo decoroso. No siempre son ignorantes o
inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo han «devorado»
todo, «la cultura» y «el hombre», y están sobresaturados y cansados. Nadie se
siente tan concernido como ellos por las palabras de Scheerbart: «Estáis todos
tan cansados, pero sólo porque no habéis concentrado todos vuestros pensamientos
en un plan enteramente simple y enteramente grandioso». Al cansancio le sigue el
sueño, y no es raro por tanto que el ensueño indemnice de la tristeza y del
cansancio del día y que muestre realizada esa existencia enteramente simple,
pero enteramente grandiosa para la que faltan fuerzas en la vigilia. La
existencia del ratón Mickey es ese ensueño de los hombres actuales. Es una
existencia llena de prodigios que no sólo superan los prodigios técnicos, sino
que se ríen de ellos. Ya que lo más notable de ellos es que proceden todos sin
maquinaria, improvisados, del cuerpo del ratón Mickey, del de sus compañeros y
sus perseguidores, o de los muebles más cotidianos, igual que si saliesen de un
árbol, de las nubes o del océano. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort
van aquí a una, y ante los ojos de las gentes, fatigadas por las complicaciones
sin fin de cada día y cuya meta vital no emerge sino como lejanísimo punto de
fuga en una perspectiva infinita de medios, aparece redentora una existencia que
en cada giro se basta a sí misma del modo más simple a la par que más
confortable, y en la cual un auto no pesa más que un sombrero de paja y la fruta
en el árbol se redondea tan deprisa como la barquilla de un globo. Pero
mantengamos ahora distancia, retrocedamos.
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras
otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la
casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la
pequeña moneda de lo «actual». La crisis económica está a las puertas y tras
ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de los pocos
poderosos que, Dios lo sabe, son menos humanos que muchos; en el mayor de los
casos son más bárbaros, pero no de la manera buena. Los demás en cambio tienen
que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. Lo hacen a una con los
hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan
en atisbos y renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus historias
la humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que
resulta primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo bárbaro.
Bien está. Que cada uno ceda a ratos un poco de humanidad a esa masa, que un día
se la devolverá con intereses, incluso con interés compuesto.
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