viernes, 4 de marzo de 2011

Transmisores de una cultura que ya no existe


Mientras los estudiantes coreanos y finlandeses arrasan en las pruebas del PISA, los españoles apenas llegan a un aprobado raspado y están por debajo de la media de la OCDE. ¿Qué nos pasa? Cada vez más especialistas, y no solo en España, reclaman la vuelta de la reválida, la eliminación de la promoción automática... Hablamos con los expertos.
Aprobado por los pelos. El último informe PISA no nos dio el disgusto de hace tres años, cuando a los escolares españoles de 15 años les dio calabazas.
Pero tampoco podemos sacar pecho. Estamos por debajo de la media de los 65 países de la OCDE y parecemos instalados en el pelotón de los mediocres. ¿Qué nos pasa?
Llueven los diagnósticos. Unos echan la culpa a los estudiantes. Mientras aquí tres de cada diez no sacan el título de la etapa obligatoria, en Corea del Sur -los líderes del PISA- trabajan diez horas diarias y están estresados de tantos deberes. El Gobierno coreano entendió, hace unos años, que los estudiantes debían alcanzar la excelencia. Y se puso serio. Los nuestros, entre pitos y «Tuentis», muy estresados no parecen, aunque el paro juvenil supere el 41 por ciento. Otros cargan la tinta en los profesores. Y solo hay que mirar a la otra lumbrera, Finlandia, para que se nos pongan los dientes largos. Allí las pruebas para ser maestro son durísimas. Es una de las profesiones con más prestigio y sueldo y se les tiene un respeto reverencial. Mientras, en España, una encuesta señala que el 70 por ciento de los docentes cree que la educación ha empeorado en los últimos 30 años y más de la mitad reclama volver a la EGB, hoy añorada, aunque en su momento fue tan denostada como lo es ahora la ESO, con fama de coladero.
«Pero ¿cómo va a ser un coladero si repite el 36 por ciento del alumnado?», deduce el ministro de Educación, Ángel Gabilondo. Los críticos replican que las razones del fracaso escolar hay que buscarlas en otro sitio. «Un chico que acababa la EGB a los 14 años sabía más que uno que acaba hoy la ESO a los 16. En muchas facultades de Física y Matemáticas se ha implantado un «curso cero» con el fin de explicar nociones elementales para que empiecen la carrera con un nivel mínimo», argumenta Ricardo Moreno, profesor de Matemáticas en la Universidad Complutense y autor de un manifiesto que reivindica la implantación de un examen global al final de la ESO y otro al final del bachillerato. En otras palabras: la resurrección de la temida reválida, una prueba vinculante en la que el alumno, después de aprobar en su centro escolar, debe demostrar ante un tribunal externo sus conocimientos. Hay profesores que reclaman incluso una prueba al final de primaria que habría que superar para acceder a los estudios secundarios. El asunto también es actualidad en Francia, donde se ha propuesto examinar a los alumnos de 11 años. Para comprobar si estamos peor o mejor en educación que hace años, los invitamos hacer memoria. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

1953-1970: LA TEMIDA REVÁLIDA

Si usted aprendió a sumar con un ábaco -ese artefacto de madera con bolitas que servía de calculadora-, es que estudió en la España de los 50. No se achante si sus nietos lo miran con cara rara, el ábaco todavía se utiliza en las escuelas asiáticas, precisamente las que han arrasado en el PISA. Su uso requiere gimnasia mental y destreza manual. La escuela de aquella época suplía la carencia de medios con imaginación. En 1953, con la ley promovida por el ministro Joaquín Ruiz-Giménez, comienza el ajetreo de reformas que llega hasta nuestros días. Aquella ley supuso un avance porque impulsó los conocimientos técnicos sin descuidar las humanidades, aunque los manuales rezumasen ideología y el castigo físico -ora bofetón, ora palmetazo- se diese por descontado.
Se redactan entonces los primeros cuestionarios oficiales que establecen unos conocimientos obligatorios en lengua y literatura, latín, matemáticas...; además de religión y formación del espíritu nacional. La gimnasia se ventilaba con flexiones. Las niñas estudiaban iniciación al hogar y economía doméstica. La presentación era muy importante en los cuadernos escolares. Se penalizaban las faltas de ortografía y se premiaba la caligrafía primorosa; una habilidad que ha sido recuperada en EE.UU., donde hoy se exige un ensayo manuscrito para entrar en muchas universidades, pues se considera que una letra clara es un indicio de buenas aptitudes para el razonamiento lógico.
Aquel era un sistema inflexible y elitista. «La enseñanza obligatoria llegaba hasta los 12 años. Pero antes, a los 10, había un momento crítico. Había que pasar un examen nacional. Los que aprobaban accedían al bachillerato elemental. Y los que no seguían en primaria un par de años y luego, a la calle. Se producía una escisión que dividía a la infancia en dos carriles. El que tomaba el camino de la primaria ya no podía continuar sus estudios. Estaba condenado a ser fuerza de trabajo o a la exclusión», explica Agustín Escolano, catedrático de Historia de la Educación.

Los afortunados que accedían al bachillerato elemental no tenían un camino de rosas. Al término de los cuatro cursos había que presentarse a una reválida (a los 14 años). Las preguntas estaban mecanografiadas en una papeleta cuya visión causaba sudores fríos. La expresión «¡vaya papeleta!» se popularizó entonces. Y no es raro, pues la mitad suspendía. Los aprobados cursaban dos años de bachillerato superior, dividido en ciencias y letras, y se enfrentaban a una nueva reválida (a los 16), que dejaba en la cuneta al 43 por ciento. No era el último filtro. Quedaba el examen de madurez (a los 17), después del curso preuniversitario. Y, por si fuera poco, algunas facultades tenían sus propias pruebas de acceso. «Era un sistema para privilegiados; solo el 10 por ciento de la población llegaba a la universidad», estima Álvaro Marchesi, que fue secretario de Estado de Educación en los 90 e impulsó las reformas que desembocaron en la actual enseñanza secundaria.

1970-1990: Y LLEGÓ LA EDUCACIÓN PARA TODOS

La Ley General de Educación, promovida por Villar Palasí en 1970, fue decisiva para extender la educación a toda la población. La tasa cien de escolaridad se alcanzaría durante su vigencia. La enseñanza obligatoria se amplía hasta los 14 años (8.º de EGB). Y es gratuita. Se suprimen las reválidas y aparece la evaluación continua. El bachillerato se reduce a tres años (BUP). Un curso de orientación universitaria (COU) y la selectividad servían de criba a la enseñanza superior. Pablo Navarro, maestro de Petrer (Alicante), empezó a trabajar por entonces. «En aquella época los profesores queríamos cambiar la escuela y la sociedad, el magisterio era como una ideología. Ahora tengo la sensación de que se toma como una profesión con muchas vacaciones.» Y recuerda: «Al principio, los alumnos eran niños con miedo, cohibidos. Lo primero que hacíamos era decir: no soy don Pablo, soy Pablo, y nos bajábamos de la tarima. Ahora es al contrario, los críos tienen poco respeto y necesitan normas para no estar tan desbocados».
Las aulas estaban masificadas, no era raro que hubiese más de 40 alumnos. «Fumábamos en clase y en las excursiones, en 8.º, dábamos por hecho que en el autobús se fumaba, era una cosa como de hombría.» La enseñanza de la lectura era diferente. «Enseñábamos las palabras asociadas a las imágenes, para que las identificaran de memoria, pero ahora se enseña a leer juntando letras. Creo que los problemas actuales con la lectura comprensiva tiene su origen en ese cambio. Parece que, si a los 5 años los críos no logran leer, son unos fracasados, cuando lo importante en ese momento es pintar, encajar... No fallaba. Si el niño recortaba bien, leía bien. Ahora las maestras les hacen los trabajos, en aquella época punteaban con el punzón y a nadie le daba miedo que se hicieran daño. La presentación se cuidaba mucho. Si un niño lleva el cuaderno ordenado, será ordenado.»
Pero el fracaso escolar rondaba el 30 por ciento. Y se empieza a hablar, a mediados de los 80, de la crisis de la educación, un asunto que sigue coleando. Una de las voces más críticas fue la de Juan Delval, profesor de Psicología Educativa de la Universidad Autónoma de Madrid. Sus artículos fueron aldabonazos que precipitaron la liquidación de la EGB. «Los niños no aprenden más que una mínima fracción de lo que se les enseña y, en última instancia, hacen un uso mínimo de su cabeza para comprender y explicar el mundo. Esto se oculta bajo el aprendizaje de nombres y datos, o un conocimiento memorístico y repetitivo, que dura poco. Más que para la vida, les prepara para pasar exámenes.»
Y remata con un juicio demoledor: «La escuela enseña a no preguntarse por la razón de determinadas cosas. Memorizar contenidos abrumadores sin entenderlos es una manifestación más de sumisión y de aceptación del poder de otro, un rito de iniciación». Quedaba plantada la semilla para un replanteamiento del sistema.

1990-2011: NACE LA PROMOCIÓN AUTOMÁTICA

La Logse nació en 1990 con vocación progresista. Fue una ley igualitaria que sigue instalada en la enseñanza, pues la norma actual (LOE, 2006) persevera en su orientación. Se estigmatiza el examen y se suprimen en buena medida las exigencias para pasar de un curso a otro, creando la promoción automática. Se elimina el cero, aunque un alumno presente el ejercicio en blanco. Pierden peso la gramática, las lenguas clásicas y las humanidades. Irrumpe la educación para la ciudadanía. Se considera que profesor y alumno deben compartir autoridad. Las editoriales adaptan los libros de texto a las diferentes autonomías... Pero el cambio fundamental, y -para sus críticos- el obstáculo que frustra sus intenciones renovadoras, es la prolongación de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años.
Se instaura la ESO, una secundaria de cuatro años, a la que sigue un bachillerato de dos o bien formación profesional. «La ESO es conflictiva porque no solo agrupa a adolescentes, además incorpora a un nivel de educación a colectivos que habían
estado excluidos. A la secundaria acuden niños que en otras circunstancias no irían al instituto y cuyos padres no fueron. Todo esto se complica con las migraciones, el multiculturalismo», expone Agustín Escolano.
«Cada gobierno trae bajo el brazo una reforma, pero la escuela no asimila tan rápido los cambios. Uno de los problemas es la selección y formación del profesorado. Muchos llegan a Magisterio porque no les alcanza la nota para la carrera que preferían estudiar y, por tanto, el nivel de motivación ya es bajo. Y el académico, también. Los formamos con programas deficientes. En las universidades no se enseña a los maestros a que enseñen a leer, sino teorías lingüísticas. Los maestros tienen que aprender por sí mismos. Y luego reciclarse como pueden conforme van cayendo sobre ellos las sucesivas reformas», añade Escolano.
Los manuales también han cambiado. «El libro de texto se parece a una página web: muchas imágenes y poco texto. Tiene una estructura muy fragmentada, en la que los contenidos son como píldoras sobre las que el alumno puede saltar sin seguir una secuencia. El niño ya no tiene que leer tres páginas seguidas. Por tanto, no tiene que resumir o estructurar mentalmente los textos. La información está tan condensada que el estudiante solo debe aprenderla. Lo trágico es que se pierden habilidades instrumentales básicas, la capacidad de comprensión lectora o la destreza para entender textos más amplios», se lamenta Gabriela Ossenbach, catedrática de Historia de la Educación de la UNED.
¿Es mejor o peor la educación ahora que antes? «Pues depende. Se dice, y es cierto, que ahora la educación ha llegado al cien por cien de los sujetos. Hay quien se acoge a este criterio y a ninguno más. Pero también es cierto que la calidad ha empeorado, muchos de los alumnos llegan a la universidad con faltas de ortografía y carencias. Sin embargo, ahora controlan de informática, que tal vez para su futuro sea más importante», opina Narciso García Nieto, catedrático de Psicopedagogía de la Complutense.
En el aula han desaparecido la tarima, el cenicero, el cuadro del rey o de Franco; y el encerado va siendo sustituido por la pizarra digital, pero hay algo que no cambia: aprender exige un esfuerzo. «Tengo algo comprobado, cuanto mejor es el móvil de los alumnos, menos estudian. Los padres se lo han dado todo sin ningún compromiso», sentencia Navarro, el maestro alicantino. «Yo entiendo que no les guste leer el Quijote porque es infumable para su mentalidad. Los profesores somos transmisores de una cultura que ya no existe. Nuestra misión es prepararles para un mundo que no sabemos cómo será.» Todo un desafío.


Carlos Manuel Sánchez e Isabel Navarro

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