domingo, 4 de octubre de 2015

Vieja mirada mía



Vieja mirada mía,
de trigos pesados de medio día,
de tierrales que bailan
por las lomitas
y bajan al arroyo a descansar
al fresco de los viejos berrales,
debajo de aquel puente
de la antigua aventura...
todo es antiguo,
o más que eso: es viejo,
tan viejo como el último sol
de mi primer suspiro,
tan viejo como la abundancia
y el hambre.

Quién me enseñó a no tocar
la fruta del vecino,
quién le enseñó
a él a enseñarme a mi.

Quién me enseñó
a sembrar mi propia fruta,
me acuerdo que me enseñaron
a no tocar la fruta del vecino...
es más fácil enseñar a enseñar,
que enseñar a aprender,
o a lo mejor, es menos riesgoso.

Vieja mirada mía,
de trigos pesados de medio día,
cuando llegan a vos
los vientos del camino
te enancasa el volar
de un yuyo seco,
y trepás los milagrosos secos
de las nubes quebradas por los truenos,
para ponerle luz a los relámpagos,
aquella luz que te enseñó el silencio...

Vieja mirada mía,
la de las orillitas de los sueños,
volveme cada tanto
a la soledad de la simpleza,
a la rama quebrada,
al pájaro indiferente cuando paso,
volveme cada tanto
a los barriales limpios,
al adobe,
a las mañanas blancas,
a los molinos
de las sedes largas,
al incoloro espacio
de las lágrimas,
al perdón casi hereje
que reencuentro
cuando miro a Dios...
hacer el alba.

Vieja mirada mía...
... de trigos pesados de medio día.


El silencio , hijo de  la  palabra

Las vocaciones son misteriosas: ¿por qué aquel dibuja incansablemente en su cuaderno escolar, el otro hace barquitos o aviones de papel, el de más allá construye canales y túneles en el jardín o ciudades de arena en la playa, el otro forma equipos de futbolistas y capitanea bandas de exploradores, o se encierra solo a resolver interminables rompecabezas? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo que sabemos es que esas inclinaciones y aficiones se convierten, con los, años, en oficios, profesiones y destinos. El misterio de la vocación poética no es menos sino más enigmático. Comienza con un amor inusitado por las palabras, por su color, su sonido, su brillo y el abanico de significaciones que muestran cuando, al decirlas, pensamos en ellas y en lo que decimos. Este amor no tarda en convertirse en fascinación por el reverso del lenguaje, el silencio. Cada palabra, al mismo tiempo, dice y calla algo. Saberlo es lo que distingue al poeta de los filólogos y los gramáticos, de los oradores y los que practican las artes sutiles de la conversación. A diferencia de esos maestros del lenguaje, al poeta lo conocemos tanto por sus palabras como por sus silencios. Desde el principio el poeta sabe, obscuramente, que el silencio es inseparable de la palabra, es su tumba y su matriz, la letra que lo entierra y la tierra donde germina. Los hombres somos hijos de la palabra, ella es nuestra creación; también es nuestra creadora, sin ella no seríamos hombres. A su vez la palabra es hija del silencio: nace de sus profundidades, aparece por un instante y regresa a sus abismos.
Mi experiencia personal y, me atrevo a pensarlo, la de todos los poetas, confirma el doble sentimiento que me ata, desde mi adolescencia, al idioma que hablo. Mis años de peregrinación y vagabundeo por las selvas de la palabra son inseparables de mis travesías por los arenales del silencio. Las semillas de las palabras caen en la tierra del silencio y la cubren con una vegetación a veces delirante y otras geométrica. Mi amor por la palabra comenzó cuando oí hablar a mi abuelo y cantar a mi madre, pero también cuando los oí callar y quise descifrar o, más exactamente, deletrear su silencio. Las dos experiencias forman el nudo de que está hecha la convivencia humana: el decir y el escuchar. Por esto, el amor a nuestra lengua, que es palabra y es silencio, se confunde con el amor a nuestra gente, a nuestros muertos, los silenciosos y a nuestros hijos que aprenden a hablar. Todas las sociedades humanas comienzan y terminan con el intercambio verbal, con el decir y el escuchar. La vida de cada hombre es un largo y doble aprendizaje: saber decir y saber oír. El uno implica al otro: para saber decir hay que aprender a escuchar. Empezamos escuchando a la gente que nos rodea y así comenzamos a hablar con ellos y con nosotros mismos. Pronto, el círculo se ensancha y abarca no sólo a los vivos, sino a los muertos. Este aprendizaje insensiblemente nos inserta en una historia: somos los descendientes no sólo de una familia sino de un grupo, una tribu y una nación. A su vez, el pasado nos proyecta en el futuro. Somos los padres y los abuelos de otras generaciones que, a través de nosotros, aprenderán el arte de la convivencia humana: saber decir y saber escuchar. El lenguaje nos da el sentimiento y la conciencia de pertenecer a una comunidad. El espacio se ensancha y el tiempo se alarga: estamos unidos por la lengua a una tierra y a un tiempo. Somos una historia.

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