domingo, 3 de septiembre de 2017

115 CSM




En tierra de Roma, hubo -como he hallado escrito y lo he aprendido- un hombre bueno y muy honrado, y además, según lo oí, rico, muy bien casado y amado por todos los de aquella tierra, porque hacía sus negocios sin cometer yerros.
Este hombre y su mujer estuvieron mucho tiempo sirviendo a Dios, con buena voluntad, e hicieron sus hijos, y cuanto hubieron menester dieron a cada uno de ellos. Después se propusieron tener castidad, en verdad, entre sí, noche y día. Pero el demonio, a quien pesó esto que habían propuesto, buscó muchos caminos para deshacerlo, y cuando hubo vencido al hombre, y lo hizo levantarse de su lecho, excitado, para yacer con su mujer. Y lo que, hacía mucho tiempo, había prometido y mantenido guardar y no romper, él lo quebrantaba.

El hombre no quiso por nada dejar su loco deleite, ni reparó en mal ni en bien, pero cumplida su pretensión, ella, con saña, le dijo: "Lo que será hecho, yo proclamo desde ahora que sea para siempre, sin discusión, del demonio." Luego, ya, de aquella vez, la mujer quedó encinta de un niño que, aunque hecho con pesar, sin ficción, había de tener un niño, todo él bonitillo, porque el demonio mucho más negro que la pez o la tinta no cobra su parte del inocente. Por lo cual, el demonio, lleno de mal, a los doce años vino a reclamarle aquel niño a su madre, sin falta y dijo: "Al llegar a los quince, me lo llevaré a mi seno, sin falta." La madre, con gran pesar comenzó luego a llorar por el hijo, y después lo mandó llamar y le dijo así: "Vete al santo papa que está en Roma, y toma dinero para el camino porque -por San Dionisio- con seguridad que te dará consejo para tu mal." El no lo tomó a juego y, por París, se fue, y después, en el concilio, entre la clerecía, conocío luego quién era el papa, por el color rojo de su vestidura. Y, tan pronto lo vio, se fue a él, inmediatamente, y le descubrió por completo su caso. Pero el papa Clemente ciertamente le dijo: "Ahora, sin demora, vete a Siria, porque un hombre santo está allí, y es el patriarca de aquella tierra, y te dará un buen consejo, así Dios me perdone. Busca barco y vete rápido, y no llores ni te demores, y haz tu peregrinación." Difícilmente podría contaros las muy grandes tormentas que sufrió el mozo en el mar del Sur, porque trescientas, cuatrocientas o quinientas millas corrió sin ningún descanso, sin echar ancla ni llegarse a la tierra de Armenia. Cuando el mozo se llegó a el patriarca y le dio la carta que llevaba y le dijo: "¡Ay, Señor mío, por la Santa Reina, pon pronto remedio a mi cuita!" Y con miedo le descubría su mal. El patriarca le recomendo que visitase a un ermitaño y le dijo: "No lleves compañía porque, como tengo sabido, no la quiere; su modo de ser es extraño al de los demás hombres, y su vida muy perfecta." El mozo tomó el camino, hizo una grande jornada cada día, que no descansó nunca, hasta que vio la sagrada ermita que era morada de aquel humilde religioso. El mozo tuvo un gran gozo después que entró en la capilla, pues vio al ermitaño mayor, dentro de su celda, y un ángel de Dios bajó desde la altura del cielo, a entre sus siervos, en muy bella figura y dijo: "¡Ay, amigos míos!, porque vuestra naturaleza no resiste mucho el hambre ni la sed, tomad dos panes." Y luego se iba. Después, el mozo contó su caso, llorando, al ermitaño. El le dijo: "La del buen talante ruega que te defienda y dome al demonio, para que no te tome a ti, como quería." El ermitaño, antes de amanecer, fue diciendo las horas del rezo de aquel que murió en la cruz sufriendo penas por nosotros. El niño entonces le llevó sus libros, corriendo y, temblando, le dijo: "Decid la misa y valedme, que el tiempo se acaba." Comenzaron la misa de la Pascua del mes de abril, pero el demonio, muy sutil, y los suyos, tanto anduvieron alrededor del cubil, que cogieron al mozo y se lo llevaron cuando el ermitaño decia muy quedo la "secreta". Como dice la historia, cuando los diablos se llevaban al mozo y lo desplumaban como a una perdiz, vieron a la Emperatriz del cielo; temían, soltaban al mozo y huían porque sabían que no se lo dejaría. Después de que la Virgen libró al doncel, como oísteis, hizo huir muy tristes al demonio y a su tropel, pero el ermitaño fiel dijo: "¡Ay, Dios!, ¿te dormiste o cómo consentiste que me prendieran y quitaran al mozo que estaba ante mí?" Como hombre que se duele, llorando, que no riendo, el ermitaño se volvía loco pidiendo al mozo. Al acabar de decir la paz de la misa oía que, en voz clara, le contestaba: "Amén." El ermitaño entonces tomó la mano del mozo, que la Reina del Cielo le había devuelto vivo y sano, y le dijo: "Amigo, ves, te hago saber con certeza que desde hoy, de pleno, estás libre del maldito demonio que te perseguía."



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