Me recuerdo, siendo todavía muy niño, en la biblioteca de mi colegio, fatigando obsesivamente las páginas de un mamotreto en varios tomos que nadie consultaba jamás, el Diccionario etimológico de Joan Corominas, donde se explicaba el raro a veces sublime y a veces chocante abolengo de las palabras, que siempre esconden en su seno un estuche de joyas fulgurantes, significados inefables y sugerencias que llevan consigo el perfume del misterio. Fue en aquel diccionario donde descubrí, por ejemplo, que 'piropo' significa, literalmente, 'fuego' en griego; y entonces el arrebol inmediato que acudía al rostro de las niñas de mi clase, cuando las piropeábamos (de manera un tanto bruta o expeditiva, todo hay que decirlo) me fue dilucidado de inmediato: porque el piropo es como un beso de fuego que arrojamos a la belleza que pasa desprevenida a nuestro lado, incendiándole las mejillas.
Fue también en aquel diccionario donde descubrí que la palabra 'adefesio' procede de una epístola de San Pablo (ad Ephesios), empleada en sentido jocoso para referirse en un principio a los teólogos y predicadores que se ponían estupendos cuando se subían al púlpito, imaginándose que eran una reencarnación del Apóstol de Tarso. Y así decenas, cientos, miles de etimologías que aprendí en muchas horas robadas al fútbol y al ligue, robadas al sueño y a los deberes, hasta que esa milagrosa irisación de siglos que cada palabra lleva dentro de sí se fundió con mi sangre.
Leyendo aquel diccionario de Corominas aprendí que las palabras no son organismos inertes de los que podemos echar mano indistintamente mientras escribimos, como quien echa mano de un puñado de clavos que ensarta en la madera. Aprendí que las palabras se rechazan y opacan entre sí cuando están mal colocadas; y que, al contrario, refulgen con un brillo inédito, como repentinos carbunclos, cuando ocupan el lugar adecuado; o, dicho más exactamente, el lugar imprevisto que les permite desplegar su cola de pavo real, su fosforescencia oculta, su música callada, el mar de sargazos y corales que esconden en las grutas de su etimología.
Desde ese momento supe que las palabras eran mi vocación, mi esposa y mi amante a un tiempo, mi veneno y mi antídoto, el argumento invisible de mis días, como un diapasón que ritmaba los latidos de mi corazón. Y supe también que amar las palabras es como amar el universo entero, una tarea inabarcable e infinita, imposible de agotar en mil vidas, mas por ello mismo mucho más estimulante y dichosa que cualquier tarea que tenga los días tasados. Y, una vez que aprendí a bucear en las palabras, sentí aquella alegría matinal que Adán y Eva debieron de sentir antes del pecado, cuando se dedicaron a poner nombres a todas las bestias que poblaban el Edén, que sin duda fue el momento más exultante de la historia de la Humanidad, porque no hay ejercicio más hermoso que lanzar palabras al aire, millones de palabras, como si fuesen vilanos o cometas o palomas mensajeras, para que se posen sobre las cosas que nombran, fecundándolas.
Esa alegría de retozar con las palabras no me ha abandonado desde entonces. Adentrarme en su vida íntima, sorprender sus vislumbres inéditos, buscarles novias imposibles, obligarlas a juntarse con otras palabras con las que antes estaban reñidas, se convirtió en mi ocupación predilecta: así comprendí que hasta las palabras más humildes guardan en su estuche paisajes exóticos, brillos preciosos, reminiscencias de un lenguaje angélico; y que no hay tapiz tan rico ni jardín tan colorido como las palabras que hemos aprendido a beneficio de inventario, sin atrevernos a extraerles todas sus posibilidades, que son tan abundantes y sabrosas como la leche de la cabra Amaltea. Hoy la gente quiere aprender muchos idiomas, en lugar de quedarse a vivir en el suyo, como en una placenta gozosa; y lo único que consigue es comprar al peso unas pocas palabras muertas, palabras como cantos rodados que mientras se acarrean hacen un ruido sin música. Y convirtiendo las piedras preciosas de las palabras en cantos rodados, sin liturgia y sin misterio, hemos llegado a hablar nuestro propio idioma como si fuese un idioma extranjero, llenándolo de palabras romas.
J.M. de Prada
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