Escribía Saint-Exupéry que solo una filosofía del arraigo, al vincular al hombre
a su familia, a su oficio y a su patria, lo protege contra el abismo del
espacio; y que solo la adhesión a unos ritos y tradiciones lo protege contra la
erosión del tiempo. Perdido este sentido del arraigo, nos convertimos en
zascandiles arrojados al basurero de la historia que organizan encierros de
bisontes.
Si los pueblos españoles abandonan sus formas de vida ligadas al cultivo de la
tierra y la crianza del ganado, es natural que sus mozos dejen de ver en el toro
bravo una fuerza de la naturaleza frente a la cual desean probarse; y el tiempo
que antes dedicaban a las faenas agrícolas y ganaderas (que han abandonado
gracias al soborno de la Unión Europea) lo dedican ahora a vivir enchufados al
televisor, donde de vez en cuando, mientras zapean como zombis lobotomizados,
ven una película de Kevin Costner con una estampida de bisontes. Y como su alma
guarda todavía una reminiscencia o nostalgia de las tradiciones ancestrales,
aunque sea una nostalgia aturdida por el ruido entontecedor de las modas
extranjeras y los mass media, esos mozos concebirán, inevitablemente, la
delirante idea de organizar un encierro de bisontes, que para entonces les
resultarán unos bichos casi tan exóticos como los toros.
El apego a las tradiciones, al crear lazos entre los hombres, forma pueblos
fuertes, inexpugnables al saqueo material y moral; y de estos pueblos hondamente
vinculados nacen las personalidades más fuertes y diversas. Los pueblos sin
tradiciones, en cambio, están abocados a la soledad más hosca, que es la que a
la vez que predica el individualismo conduce a la masificación; y de estos
pueblos, inermes ante los expolios morales y materiales, solo brotan
personalidades flojas y mostrencas, debilitadas por la obsesión de independencia
y libertad, que sin embargo acaban haciendo invariablemente las mismas
gilipolleces gregarias.
Por eso las sociedades sin tradición son,
paradójicamente, el paraíso de la estadística: porque allá donde no hay
tradiciones (que son el cauce por el que fluye nuestra personal originalidad),
el comportamiento de las gentes, aparentemente errático, es sin embargo
fácilmente previsible, casi automático. Pero quienes nos desean ver convertidos
en masa solitaria, reducida a la esclavitud, no nos arrebatan abruptamente
nuestras tradiciones (por temor a que la reminiscencia o nostalgia que anida en
nuestras almas nos empuje a la rebelión), sino que se divierten entregándonos
sucedáneos paródicos que, a la vez que actúan como placebos de nuestro dolor, a
ellos les permiten divertirse cruelmente a nuestra costa, viéndonos cultivar
aficiones y hábitos chuscos y estrambóticos.
Nada complace más a quienes nos quieren reducir a masa solitaria que vernos
organizar encierros de bisontes, después de que hayamos olvidado la crianza del
toro bravo. Nada les complace más que vernos comer (¡relamiéndonos!) una birria
ferranadrianesca cocinada con nitrógeno líquido, después de que hayamos olvidado
cocinar (¡y hasta saborear!) unas sopas de ajo. Nada les complace más que vernos
bailar espasmódicamente con una putilla empastillada a la que no conocemos de
nada en una discoteca, después de que nos hayamos olvidado de bailar un chotis
con nuestra vecinita en las verbenas. Nada les complace más que vernos cantar en
misa canciones guitarreras y oligofrénicas, después de que nos hayamos olvidado
del canto litúrgico. Nada les complace más que brindarnos consejo en la elección
de novia a través de una agencia de contactos de interné, después de que hayamos
renegado del consejo de nuestra madre.
Así nos quieren: despojados de nuestras tradiciones, reducidos a un gurruño
humanoide que se revuelca complacido en sus deyecciones, alimentado con
sucedáneos paródicos, sórdidos o irrisorios. Convertidos en rebaño, en chusma,
en piara a la que, además, cobran por el suministro de sucedáneos.
Juan Manuel de Prada .
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